Si nos pegan, reímos

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FOTOS: Mica Pertuzzo.

La agrupación Teatro de Vecinos de la Vigil invita a todos a viajar a la comunidad del humor con “Érase una vez… el laburo”

Por Andrés Maguna

El viernes pasado (30 de junio) me cayó un fichón de aquellos como consecuencia de vivir una experiencia extrasensorial al asomarme a un multiverso insospechado, porque luego de asistir a la función de la obra de teatro comunitario Érase una vez… el laburo me costó volver a lo que doy en llamar mi realidad tempo-espacial, y aún hoy, un par de días después de haber pasado poco menos de una hora presenciando esa pieza escénica, tengo la sensación de haber sufrido la separación de mi inconsciente, como si otro y no yo hubiera sido el que fue a ver la obra y vio lo que vio, y también me vio a mí, entre otras personas, viéndola.

La cosa ocurrió en la sala de la Asociación Empleados de Comercio de Rosario, que fue inaugurada por Berta Singerman el 21 de mayo de 1982 (plena Guerra de Malvinas) y tiene capacidad para 240 personas (el viernes había un público de 150). La obra, montada por el grupo Teatro de Vecinos de la Vigil (TVV), sobre el texto dramatúrgico de Enrique Silberstein* y Jorge Hacker La historia del laburo, que se dio a conocer en 1973, a poco de la muerte de Silberstein.

Y ya desde el vamos, desde que fui amable y modestamente invitado (“si usted pudiera ir, para nosotros sería importante, siempre leemos lo que escribe; lo nuestro es teatro comunitario, vocacional; es la cuarta vez que hacemos la obra”), empecé a tomar conciencia de los márgenes que me constituyen en marginal, de los márgenes del teatro, que lo tornan marginal, y de los márgenes de la ciudad, hecha de márgenes, sin centralidad ni ejes rectores, sin coordenadas cartesianas ni de otro tipo, y habitada por marginales, regidos todos por códigos y aferrados a costumbres, ritos y rutinas que la transmodernidad virtual digital de la hiperconectividad global va haciendo pedazos de minuto en minuto, de espacio individual cerrado en espacio individual cerrado, de soledad en soledad, configurando el universo-nube de la conectividad aséptica entre sensibilidades en proceso de disgregación, sin pena ni gloria, en el que vivimos, percibiéndolo o no, estando de acuerdo o no, siempre sin poder de participación efectivo,  en su abundancia desbordante de sinsentidos.

Sobre el escenario, al comienzo de Érase una vez…, catorce marginales barriales de la Vigil (una institución marginal, exocéntrica), vecinos a simple vista comunes y corrientes, inquietos, quienes en 2015 empezaron un taller de teatro con el marginal y excéntrico docente actor dramaturgo Miguel Franchi, se enfrentan a los espectadores (¿hace falta decir que éramos todos marginales?) y entonan al unísono una bella canción, titulada “Canción del Laburo”, que introduce: “Todo el mundo sabe que hay que laburar / pero no conoce la historia. / Cuando dicen que es bendición trabajar / hablan sin pensar o falla la memoria. / Por eso acá estamos para develar / la verdad con pena y sin gloria. / Esta historia hay que contar / Perdón, vamos a spoilear: / el laburo es desigual. / Si el trabajo es dignidad / es una arbitrariedad: / El que sometido está / el honor nunca tendrá. / Si el trabajo es un placer / que nos debe suceder / el obrero buscará / hasta envejecer. / Sigan muy atentos / este gran evento / teatro bien argento / que vamos a disfrutar”.

Así, metidos musicalmente en tema, transportados al pasado por el tipo de y el tratamiento de la canción, apoltronados en las mullidas butacas de cuerina blanca del auditorio de Empleados de Comercio (que detenido en el tiempo, quién sabe por qué tipo de encantamiento, se exhibe exactamente igual pasados 41 años de intensa actividad), nos dejamos llevar por una vertiginosa sucesión de sketches al estilo de los que predominaban en el mundo marginal de la comicidad espectacular de los años 60, y hasta entrados los 70.

“¡Extra, extra, Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso!”, vocea un canillita al concluir la primera escena breve, en la que Dios le exige a Adán que se gane “el pan con el sudor de su frente” (le explica que deberá trabajar, que si él y Eva quieren comer deberán mantener cultivos y criar animales), y a continuación desfilan, en un forzado encadenamiento de gags al estilo de las primigenias sitcom, con la recurrente aparición del canillita oficiando de “separador”, decenas de personajes históricos mostrados de modo irreverente en su más grotesca intimidad: el primer labrador-campesino, el primer propietario explotador, piratas esclavistas y un rey africano vendido al mejor postor, Carlos V y fray Bartolomé de las Casas, el militar golpista y dictador, las señoras de la oligarquía, el político gobernante, el Tío Sam, el señor FMI y muchos otros, entreverados con “la gente común” empeñada en sostener algún curro con el cual llevar comida a la boca. Y de llevadera, graciosa manera, por su liviandad discursiva y su hipertextualidad de grueso trazo, Érase una vez… alcanza su punto máximo en la última escena, situada en el presente, en la que un mánager virtual instruye vía zoom a una “emprendedora digital” que busca afianzarse en el mercado laboral del telecommute.

El final, a coro como en el comienzo, llegó con una versión ad hoc de la “Canción del Laburo”, tras la cual el público, compuesto en su mayoría por personas no habituadas a concurrir a ver teatro rosarino, ovacionó ruidosamente a los artistas. Uno de ellos agradeció, explicando el origen y razón de ser del grupo (“esta es nuestra obra bisagra”, señaló) y luego se adelantó una de sus compañeras para expresar su solidaridad con el pueblo jujeño en su lucha contra la violación flagrante de sus derechos, en una arenga precisa y comprometida, y necesaria en estos tiempos de amnesia social, que marcó el cierre de la velada.

Respecto de consideraciones sobre la comedia en sí, puede decirse que entre los deliberados anacronismos de su concepción fulguran las invitaciones a vislumbrar un pasado no tan lejano en el que el blanco chiste fácil era habitual, cuando nos reíamos de nosotros mismos a cada instante, y nadie tomaba a mal el humor negro o incorrecto políticamente. Urdiéndose complicidades con la naturalidad del espontáneo buen trato entre las gentes. Un mundo, una dimensión perdida en el pluriverso de los vestigios de los porvenires posibles que no pudieron ser, de las risas a pesar de las desgracias, del nihilismo desfachatado que persiste en las veredas de los barrios que se niegan a resignar prácticas que nada tienen que ver con la oferta y la demanda del mercado, como ser el teatro comunitario, barrial y vocacional.   

Catorce vecinos de la Biblioteca Vigil, catorce habitantes de uno de los incontables márgenes de la ciudad, saltan a las tablas hechas de teatralidad que al costado de las banquinas de la historia marcan senderos sensibles al paso del entendimiento, sin subterfugios ni prejuicios, entre los pobres marginales, todos nosotros, que no deponen ni depondrán su derecho a quejarse y reclamar si los pisan, si les hacen daño. Porque si nos pegan, reaccionamos, o reímos, como hacen los que hacen Érase una vez… el laburo.

*Enrique Silberstein (1920-1973) fue un economista, escritor y periodista argentino que alcanzó cierta popularidad en la década del 60 por su prédica en favor de ayudar a “entender la economía y reírse de ella”. Sus “Charlas económicas” fueron una implacable respuesta irónica a la ideología oficial en tiempos de los Alsogaray, los Alemann y otros delegados del establishment, develando los presuntos misterios de la economía con un lenguaje accesible, que la ponía al alcance de todos. A continuación transcribimos una de las célebres Charlas por su relación con el tema del que se ocupa la pieza teatral criticada en esta nota:

“¿Qué es no pagar?
Nuestro mundo ha sido educado y enseñado dentro de dos supuestos fundamentales: 1) el trabajo es salud; 2) las deudas hay que pagarlas aun a costa del hambre y la miseria. Como consecuencia, el mundo anda a las patadas y vivimos en un merengue de la gran siete. Y no podía ser de otra manera. Porque, ¿qué de bueno se puede esperar de un tipo que cree que hay que trabajar como un descosido y que hay que pagar todo lo que se debe? Nada, por supuesto. Además, esos conceptos fueron introducidos por alguien que nunca trabajó y que siempre fue acreedor. Dicho de otra manera, por un oligarca, un trompa, un mandamás. Pero el comportamiento humano es tan extraño, que esas cosas que sólo sirven a los intereses de los ricos han pasado a ser parte del bagaje de prejuicios de los pobres. Y así, todo tipo que ha yugado 12 o 14 horas diarias en dos o tres empleos dice que este país no anda porque la gente no trabaja. Y todo tipo que apenas si puede llegar a fin de mes cumple religiosamente con el pago de cuanta cuota tiene distribuida por el barrio. Pero esto, que es grave mirado desde el aspecto individual, es terrorífico mirado desde el aspecto colectivo. No hay ministro de Economía, de Finanzas, de Hacienda, o de lo que sea, que no proclame a todos los vientos que pagará todas las deudas con el exterior y que hará el máximo de economías. En otras palabras, lo que está diciendo es que no sirve para ministro. Porque un ministro no tiene como misión pagar deudas o hacer economías, sino dictar medidas para desarrollar el país. El día en que se tenga plena conciencia de que el no pagar a los acreedores extranjeros es una parte fundamental del plan de desarrollo, no sólo el plan se pondrá en marcha, sino que los bancos nos ofrecerán plata o paladas. Porque los acreedores bancarios, y es algo que la gente no tiene en cuenta, viven de los intereses; y, cuando uno paga, la deuda se extingue y no hay más intereses. En cambio, el que cumple puntillosamente o el que, llevado por el deseo de no molestar, no pide crédito son seres inexistentes desde el punto de vista bancario. No son clientes. Clientes es aquel que mueve mucho, paga cuando puede y que cada vez que paga abona los intereses y renueva el capital. Que a los bancos les importa tres pepinos del préstamo en sí. Lo que les importa son los intereses. Por eso el no pagar es la única forma de conseguir plata.”

FICHA:
Título: “Érase una vez… el laburo”. Adaptación del texto “La historia del laburo” de la dupla Enrique Silberstein y Jorge Hacker. Coordinación general: Miguel Franchi. Actúan: Bruno D’ Agostino, Claudio Álvarez, Eleonora Cerminara, Fabián Goberitz, Fabio Sbérgamo, Gustavo Tzirimis, José Luis Piaggio, Lorena Budiño, Ludo Neyra, Luis Megías, María Elena Cristina Jerez, María Lina Delmonte, Rodolfo D’ Agostino, Tere Soria Costa. Técnico de sonido: Jeremías Piaggio. Producción general, diseño y realización de escenografía y vestuario: creación grupal.

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