«¿Usted teme instrumentalizarnos? Quizá seamos locos, pero no somos idiotas»

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Entrevista a Nicolas Philibert, director de Sur l’Adamant, film ganador del Oso de Oro a la mejor obra documental en el reciente Festival de Berlín: la locura y las formas de tratarla en el Adamant, flotante Centro de día parisino.

Texto original: Association Française des Cinémas Art et essai, sin firma
Selección y Traducción al castellano: Susana Sherar

El Adamant, centro de día

El Adamant es un Centro de Día único en su género: es un edificio flotante. Construido sobre el Sena, en pleno corazón de París, alberga adultos que sufren de trastornos psíquicos, ofreciéndoles un marco terapéutico que los estructura en el tiempo y en el espacio, los ayuda a reanudar vínculos con el mundo, a volver a encontrar un poco de impulso. Abrió en julio del 2010. Forma parte del polo psiquiátrico París Centro, que comprende igualmente dos CMP (Centros Médico–psicológicos), un equipo móvil y dos unidades en el interior del hospital psiquiátrico Esquirol, dependiente del hospital de Saint Maurice. No es un lugar aislado, pues todas esas estructuras forman una red en la cual pacientes y terapeutas están invitados a circular y donde cada uno puede construir su propia cartografía, encontrar su propia solución entre los diferentes puntos de apoyo propuestos. Está abierto a los habitantes de los cuatro primeros distritos de París. El equipo que lo anima intenta resistir al descalabro y a la deshumanización de la psiquiatría. Allí, la vida cotidiana es objeto de una atención permanente. Cada uno, paciente o terapeuta, es invitado a «co–construirla». La función terapéutica es un asunto de todos, del colectivo. Todos pueden tomar parte, cualquiera sea su título, su estatuto, su lugar en el seno de la jerarquía. A nadie le choca que un paciente se confíe al que trabaja en el bar y que no diga gran cosa al psiquiatra, desde el momento que el equipo se da los medios necesarios de encadenar lo que se ha podido decir de manera esparcida. Los talleres son numerosos: dibujo y pintura, costura, música, diario, cine–club, radio, escritura, salidas culturales… pero los pacientes pueden también venir sin otra intención que la de pasar un momento, sentirse bien recibidos en el ambiente de ese lugar. Además, el objeto de un taller no es un fin en sí, no es más que un pretexto, una invitación a volver a tejer un lazo con el mundo, pues en esta concepción de la cura que reposa sobre la relación, toda ocasión es buena. El film Sur l’Adamant), de Nicolas Philibert,  nos propone subir a bordo para ir al encuentro de pacientes y terapeutas que inventan, día a día, el cotidiano en el Adamant.

Nicolas Philibert en el Festival de Berlín.

–¿Cómo nació este film?

–Yo empecé a escuchar hablar del Adamant hace por lo menos quince años, cuando no era más que un proyecto. En esa época, la psicóloga clínica y psicoanalista Linda de Zitter, con quien quedé muy unido desde la filmación en 1995 de Los mínimos detalles (La moindre des choses) en la clínica psiquiátrica La Borde, formaba parte de la aventura exaltante que fue su creación: durante meses, pacientes y terapeutas se reunían con un equipo de arquitectos para sentar las bases de la misma, y lo que al principio no era sino un sueño utópico, terminó realizándose.

Tiempo después, hace seis o siete años, tuve la oportunidad de subir al Adamant. El taller Rizoma me había invitado a hablar de mi trabajo. Rizoma es un grupo de conversación que tiene lugar los viernes en la biblioteca. Cada tanto, cinco o seis veces por año, reciben un invitado: un músico, un novelista, un filósofo, un comisario de exposición… Ese día pasé dos horas frente a un grupo que se había preparado para recibirme viendo algunos de mis films y no pararon de provocar mis defensas. Desde mis comienzos en el cine tuve muchas ocasiones de hablar en público, pero esa vez volví particularmente revigorizado, marcado por las observaciones de personas que estaban ahí. La idea de hacer un film en psiquiatría, de «ir a ver allí quién soy» me trabajaba hace un buen tiempo, y ese día se me reforzó el deseo.

Decididamente, algunos pacientes y terapeutas ponían la vara muy alta. Tuve que esperar algunos años antes de abocarme, pues estaba movilizado por otro proyecto.

–¿Por qué tantos años después de Los mínimos detalles quiso hacer otro film sobre la psiquiatría?

–Siempre estuve muy atento, muy ligado al mundo de la psiquiatría. Un mundo a la vez molesto y estimulante, me atrevo a decirlo así, en el sentido en que nos hace constantemente pensar en nosotros mismos, nuestros límites, nuestras fallas. La psiquiatría es una lupa, un espejo deformante de nuestra humanidad. Para un cineasta es un campo inagotable. Además, en 25 años, la situación de la psiquiatría pública se degradó considerablemente: restricciones presupuestarias, eliminación de camas, falta de personal, falta de motivación de los equipos, locales vetustos, terapeutas agotados por las tareas administrativas, retorno a las salas de aislamiento y a la contención. Esa decadencia fue sin duda una motivación suplementaria.

Nunca hubo edad de oro, pero por todos lados se escucha que la psiquiatría está exangüe, abandonada por los poderes públicos. ¿Si un esquizofrénico no se cura, por qué habría que gastar tanta plata en él? En fin, es como si ya no se quisiera ver a los locos.

Resultado: se habla de ellos sólo bajo el prisma de la peligrosidad, a menudo fantasmeada. Los discursos securitarios de una gran parte de la clase política y de una cierta prensa no son sin duda ajenos a esto.

–Lo que usted dice de la degradación de la psiquiatría no es perceptible en el film. ¿Es decir que el Adamant escapa al naufragio que golpea al sector?

–El Adamant supo seguir siendo un lugar vivo y atractivo, tanto para los pacientes como para los terapeutas, porque está continuamente en contacto con el exterior, se interesa por todo lo que pasa, recibe toda clase de participantes –nuestro rodaje es un ejemplo–, pero también porque se esfuerza en hacer un trabajo sobre sí mismo, en la huella misma de la «psicoterapia institucional», esa corriente de pensamiento un poco salvaje que prescribe que para curar –y para que el deseo quede vivo– hay que curar la institución, luchar contra todo lo que la amenaza: la repetición, la jerarquía, el exceso de verticalidad, la inercia, la burocracia…Y además, el lugar es muy lindo, eso cuenta mucho: los espacios, los materiales, la proximidad del agua cuando la mayoría de los hospitales de día, sin llegar a ser siempre siniestros, se contentan con ser «funcionales».

–Eligiendo un lugar que no es representativo del marasmo que usted describe, ¿el riesgo no era dar una imagen muy parcial de la psiquiatría?

–¿Cuál psiquiatría? La psiquiatría no existe. Es plural y siempre por construirse. La que yo tenía ganas de mostrar es esta psiquiatría humana que resiste todavía a lo que deshace la sociedad en todos lados, que trata de seguir inventiva y digna. El film no está del lado de los que denuncian. Hace explícitamente lo inverso, enuncia.

Como lo escribió Jean-Louis Comolli*: «La verdadera dimensión política del cine es hacer que unos reconozcan, entre la pantalla y la sala, la dignidad de los otros».

El Adamant es un lugar atípico pero no es el único, y el equipo que lo anima no es tampoco el único en ser imaginativo, no hay que fetichizar.

La cuestión de la representatividad no está en el centro de mis preocupaciones. Cuando filmé Los mínimos detalles la clínica de La Borde*** no era tampoco representativa de la psiquiatría. Son lugares que experimentan. Que arriesgan.

Hay que salir de los clichés, mostrar a los espectadores que la contención no es una solución, revertir la imagen de los enfermos, tan degradante. La base es la relación, todo lo que está puesto en juego para que el encuentro tenga una chance de producirse.

Esta psiquiatría humana es la que tantea, que trata de hacer «a medida».

Que considera a los pacientes como sujetos, que reconoce su singularidad sin buscar a toda costa domesticarla.

Con el tiempo, la improvisación se volvió para mí como una necesidad ética. Sobre todo, no explicar nada. No sujetar el film a un programa, a un «querer decir» previo.

https://www.youtube.com/watch?v=oqeLerTvlg0

–¿En qué estado de ánimo abordó usted el rodaje?

–La experiencia de Los mínimos detalles me sirvió mucho. Me permitió separarme de ciertas ideas recibidas. En esa época yo había dudado mucho en hacer un film sobre la psiquiatría: ¿cómo filmar a gente fragilizada por el sufrimiento sin instrumentalizarla, sin abusar del poder que la cámara fatalmente da al que la tiene en sus manos; gente a quien la visión de una cámara o de un micrófono puede producir un sentimiento de persecución, provocar un delirio? ¿Cómo evitar erigir el sufrimiento en espectáculo, de caer en el folklore, la complacencia? Pero una vez en el lugar los encuentros cambiaron todo. Las respuestas vinieron de los pacientes mismos, que me animaron a confrontarme con mis escrúpulos y mis dudas y me ayudaron a pasarlos. Algunos decían: «¿Usted teme instrumentalizarnos? ¿Pero qué se cree? Quizá seamos locos, pero no somos idiotas»

Hoy, en la era de las redes sociales, donde uno es convidado a decir todo y a mostrar todo, esas cuestiones resuenan más que nunca. Los films pueden guardar sus secretos, resistir a ese llamado del «todo visible» en el que nuestro mundo sombrea inexorablemente.

–Al comienzo, ¿cuál fue su apuesta?

–Quería sentirme libre, no imponerme nada. No tener que preocuparme demasiado por la arquitectura del film, convencido de que la unidad de lugar así como la presencia de algunos «personajes» identificables, recurrentes, bastarían para constituir el cemento y autorizarían una construcción indisciplinada. Seguir a alguien, perderlo, rencontrarlo más tarde, filmar una reunión, un taller, la acogida de un recién llegado, filmar charlas informales: en la entrada, en el bar, en la cocina, en el puente, entre dos puertas, atrapar al vuelo un juego de palabras y fijar todos esos pequeños detalles que uno podría encontrar anodinos, alocados, anecdóticos o simplemente idiotas y que se volvería el tejido del film mientras se hacía. Con el tiempo, la improvisación se volvió para mí como una necesidad ética. Sobre todo, no explicar nada. No sujetar mi film a un programa, a un «querer decir», destruir toda huella de intencionalidad. Cualquier cosa que pase, nunca pasa como estaba previsto, la presencia de una cámara remueve siempre todas las cartas. Hacer un documental es frotarse con lo accidental, con lo que escapa a las previsiones. Las escenas más bellas son a menudo las que nacen por sorpresa, sin premeditación: «Escribo mis libros para saber lo que hay adentro», decía Julien Green. Yo podría retomar su fórmula por cuenta mía. Para mí, lo esencial es tener un punto de partida sólido, como la promesa que algo va a florecer.

–¿Cómo procedió para hacer aceptar la presencia de una cámara?

–Antes de cosechar, hay que sembrar: ganar la confianza de los que uno quiere filmar. Por suerte una parte del equipo terapéutico y varios pacientes conocían algunos de mis films. Eso me ayudó. Me tomé el tiempo de exponer el proyecto sin tratar de esconder las dudas que podía tener, compartiéndolas con ellos. Eso también jugó. Comprendieron que el film iba a construirse sobre las contingencias, en la relación, no a partir de una posición de verticalismo; y que si yo era exigente, lo era en primer lugar respecto de mí mismo. Finalmente hubo una adhesión casi espontánea. Y curiosidad también. Y para muchos, el deseo de formar parte. Algunas personas pidieron no ser filmadas, sin por eso ser hostiles a nuestra presencia.

–¿Cuánto tiempo duró el rodaje y cuánto material acumuló?

–Había previsto tomarme el tiempo, o sea, filmar en varias veces, y se estiró a siete meses –de mayo a septiembre 2021– pues el Covid se mezcló en el asunto… sin contar algunos días de principios del 2022. Con la misma idea –no ser pesado– a menudo filmé solo. Cuando el equipo estaba completo, éramos cuatro, pero para situaciones más íntimas me las arreglaba solo. Tuve que filmar solo la mitad del tiempo. Al término, tenía cien horas o un poco más. Pero filmar no es obtener lo más posible de material, pensando «ya veremos en el montaje», si no, no habría ninguna razón de parar. Filmar es también comenzar a construir, hacer asociaciones, poner situaciones en perspectiva. Es ya pensar en términos de montaje.

–¿Cómo construyó el film en el montaje?

–A mí me importaba mucho que los pacientes estuvieran en el centro. Sus sensibilidades, su lucidez, sus humores a veces. Sus palabras, sus caras. Sus vulnerabilidades que podrían acá o allá encontrar las nuestras. Yo quería que pudiéramos, si bien no identificarnos con ellos, al menos reconocer lo que nos une, más allá de las diferencias: algo así como una humanidad común, el sentimiento de formar parte del mismo mundo. Había que encontrar también un punto de equilibrio entre los momentos de vida cotidiana, con todo lo que puede fragmentarla –talleres, reuniones, bar, conversaciones informales– y las secuencias más íntimas donde alguien nos confía un trozo de su historia, cuidando la unidad del conjunto. Otra apuesta: hacer existir el colectivo –tan importante en el plano terapéutico– sin que el espectador se sienta perdido. De donde la necesidad de hacer emerger algunos «personajes» a los que uno podría ligarse. Esta vez también le di mucha importancia a las voces, a los acentos, a la lengua, a la palabra y a la escucha. Mis films son variaciones sobre el lenguaje, con plenos y vacíos, silencios, momentos de flotación donde el tiempo parece suspendido.

–En el film los terapeutas parecen estar un poco en segundo plano. No se los distingue siempre de los pacientes…

–Así es, nada en principio permite designarlos como tales al primer golpe de vista, no llevan guardapolvo, escapan a los clichés. Además no dejé nada de las reuniones cotidianas que tienen entre ellos ni nada que se le parezca a discursos explicativos de su parte. Sin embargo, no baten en retirada, se los ve hablando con los pacientes, animando los talleres, coanimando reuniones, en fin, están plenamente, cada uno, en su función, atentos a unos y a otros, a menudo discretos pero siempre allí. Se puede decir que curar es primero cuidar el ambiente, no es frontal, pasa por mil y un detalles. Un gran modisto japonés decía: «Lo más importante en la vestimenta es lo que lo sostiene permaneciendo invisible, es el revés».

El hecho de no distinguir de entrada pacientes y terapeutas puede confundir un poco, por supuesto… Es triste de decir, pero hoy, en estos tiempos de repliegue identitario, todo es como si tuviéramos necesidad de poner a la gente en casilleros, de asegurarnos sabiendo precisamente quién es quien y quién hace cada cosa.

¿Ese tipo, allá? ¡Esquizofrénico!

¿Y aquel? ¡Enfermero!

El Adamant, como La Borde, la Chesnai**, y otros lugares, tiene una filosofía diferente. Muchas actividades son coanimadas. La frontera entre terapeutas y pacientes, si es que hay frontera, no está erigida como una muralla. El film sitúa al espectador en situación de tener que deshacer él mismo ciertos clichés. Complejiza cuando hoy todo nos lleva a simplificar.

–Este film es la primera parte de un tríptico. ¿Puede decirnos algo de los otros dos?

–El segundo lo filmé en Esquirol*** (Charenton), en el seno de dos unidades intrahospitalarias que pertenecen al polo París centro. Se va a titular Averroes y Rosa Parks, puesto que son los nombres de esas unidades, y reposará en gran parte en entrevistas individuales entre pacientes y psiquiatras. Encontraremos personas filmadas en el Adamant y otros. Está en vías de montaje.

El tercer film reagrupará las visitas a domicilio efectuadas en la casa de los pacientes por los terapeutas del Adamant. Encontraremos también caras conocidas; pero insisto en un punto: los tres films serán completamente independientes. No hay necesidad de haber visto el primero para ver los siguientes. Se podrán ver en el orden que uno quiera, ver uno solo, etcétera. Lo que tienen en común es tener como marco el polo psiquiátrico París centro, pero son muy distintos. Saldrán en salas con algunos meses de diferencia. Yo había empezado por hacer uno y las cosas sucedieron de otra manera.

* Jean–Louis Comolli: teórico y crítico de cine, autor de varios libros.

** La Borde y La Chesnai son dos clínicas psiquiátricas que practicaron siempre la psicoterapia institucional, dirigidas por Jean Oury. Están en la región del Indre, centro de Francia.

*** El hospital Esquirol es un hospital psiquiátrico de los más grandes en las afueras de París, al sudeste, pero al que se dirige el público de los cuatro primeros distritos del centro de la ciudad.

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