Julio Cano inaugura la sección Grillos Diurnos introduciendo Thimar –disco grabado en 1998 por el músico tunecino Anouar Brahem– en una reflexión sobre la música y su propia historia como escuchador
Por Julio Cano
La intención que tenemos es reflexionar con ustedes sobre múltiples aspectos del fenómeno musical, sin que exista un orden de importancias o preferencias. Habrá que hacer al menos dos aclaraciones previas: una es que no somos músicos, no somos ejecutantes de algún instrumento, lo que constituye una carencia que asumimos. Otra es que tampoco leemos música.
Reflexionamos sobre la música como parte de la audiencia, nos entendemos como escuchadores, si nos permiten el neologismo.
Lo que ocurre, empero, es que quien presta su oído a lo que se canta o ejecuta está lejos de cumplir un rol pasivo. No es meramente un escucha, porque el contexto en el fenómeno musical es tan decisivo como la fábrica personal desde la que se elaboran acordes y melodías. Dicho esto, es menester defenderlo. Y lo haremos desde la posición filosófica que no separa cualitativamente al autor de su contexto cultural.
Digamos algo bien sabido: el texto es además el contexto. En el arte, no existe la posibilidad del distanciamiento que se puede procurar para depurar los resultados estéticos. De este modo, un músico no puede abstraer su entorno por más que lo desee. Y tampoco lo podemos hacer como escuchas, como es mi caso.
Mi contexto personal fue una casa no muy amplia llena de familiares y entenados, gatos, perros y amigos que venían a tomar mate, escuchar alguna nueva referencia musical o buscarnos para ir a la playa. En los años sesenta, en Malvín, un barrio de Montevideo que por entonces más bien semejaba un pueblo, esas experiencias pueblerinas eran el pan de cada día. En el living de mi casa se destacaba un piano vertical en donde se turnaban mi hermana –que estudiaba asiduamente– y mi padre, pianista que ejercía como tal en orquestas de tango y de jazz. Amén de las audiciones en vivo de que disfrutábamos con ellos, existía la radio, que lidiaba ya con la tv en blanco y negro pero que aún mantenía un rango destacado en las preferencias de la familia. Así que crecí en medio de tangos, chacareras, el Club del Clan y una infinidad de otras expresiones, en donde tampoco estaba ausente la música clásica, que mi padre escuchaba por la legendaria A.M. CX 6 (aún existente) y que me hacía combinar a Bela Bártok con el Quinteto de Benny Goodman, el Polaco Goyeneche o Los Chalchaleros.
Tal heterogeneidad permitió que se fuera configurando en toda la familia un respeto asumido por lo que se escuchaba, sin diferencias cualitativas entre la música popular y la música clásica. Actualmente ese respeto no es un dato menor en las audiencias ya que los avances tecnológicos han posibilitado una democratización manifiesta, pero en aquellos años se dejaban sentir los prejuicios y los terrenos acotados con una contundencia que, me parece, ha disminuido.
De modo que tanto la heterogeneidad como la capacidad de estar atento a lo que se oía (el respeto a que aludíamos) constituyeron dos modalidades de audición que marcaron mi sensibilidad musical. Mi sensibilidad, digo, no mis preferencias.
Mis gustos musicales se volcaron hacia el jazz y bastante más adelante, hacia lo que en Uruguay se llegó a conocer como canto popular. Como trasfondo discreto, la música clásica. Podría insistir con la palabra heterogeneidad para remarcar ese variopinto panorama pero prefiero ir más lejos y hablar de universos sonoros en interrelación.
Aunque los derroteros intelectuales y de acción me llevaron luego lejos de la música, la importancia crucial que le había otorgado en mi adolescencia nunca decayó. Más bien diría que fue madurando, en cuanto que fui aceptando e internalizando otras expresiones sonoras hasta llegar al día de hoy en que, salvo contadas excepciones (que no voy a mencionar) soy de los que se escuchan todo, estando atento simultáneamente a las innovaciones que sean creativas (o que a uno le parezcan creativas).
Hasta aquí, lo anotado parece no alejarse de lo que a muchas y muchos le ha sucedido en su peripecia existencial y, tal vez, no mereciera ni destaque ni atención. Estoy de acuerdo con esa posible interpretación y a efectos de continuar con la reflexión desearía remarcar únicamente esto: existe una diferencia importante, creo, entre la diversidad de las expresiones culturales (en este caso, las de la música) y las imposiciones del mercado que, solapadas bajo las vistosas luces de lo diverso, sólo ofrecen lo que se pueda consumir sin mayores sutilezas. En otras palabras: cada cultura posee sus genuinas expresiones musicales, que la reflejan y enriquecen, pero ellas no siempre se adecuan a las exigencias de las empresas productoras de mercancías musicales, por lo que es posible que permanezcan al margen de los canales de ofertas culturales. Entre diversidad cultural (un fenómeno genuino que se reproduce de continuo) y funcionamiento del mercado no siempre existe adecuación y quienes se ven afectadas son, sistemáticamente, las expresiones culturales.
Así que vamos a optar, en todos los casos, por apostar a lo que emerge de las experiencias culturales y no por las ofertas del mercado. El riesgo consistirá en dedicarnos a grupos y artistas que puedan resultar muy extrañas a oídos actuales, pero trataremos de hacerlas lo menos lejanas posibles.
Thimar
Anouar Brahem es un músico tunecino que tiene el mérito (entre otros) de haber reflotado el interés por el sonido de su instrumento, el laúd árabe (oud). Siendo un instrumento de acústica baja, el oud presenta dificultades a la hora de su presencia en ensambles pero Brahem se las ha arreglado para que los resultados sean excelentes. Uno de sus trabajos reúne a dos músicos de jazz, el saxofonista John Surman y el contrabajista Dave Holland, y hay que escucharlo con cuidado y silencio, como para que sus vibraciones lleguen a nosotros sin ruidos de fondo.
Lo escogí porque me resulta un ejemplo excepcional de la diversidad a que me referí más arriba, aunado a la capacidad artística de los tres músicos. En lugar de comentarios prefiero compartir con ustedes un poema que aparece en el librillo del cd, perteneciente a la poeta árabe Rabia Al Adawiya (c. 714 – 801):
…vi entonces en sueños un árbol de una frescura plena de verdor,
de un tamaño y una talla incomparables;
en este árbol se hallaban tres frutos que no se parecían a ninguno de los frutos conocidos,
del tamaño del seno de una virgen:
Un fruto blanco, un fruto rojo y un fruto amarillo,
resplandeciendo como astros sobre el fondo verde del árbol…