Presentamos el tercer capítulo de esta biografía de Cesare Pavese escrita por Franco Vaccaneo y traducida al castellano por Julio Cano y Rosario Gómez Valls, con la invalorable ayuda de Antonio Pinto en la resolución de puntuales dudas respecto del texto en italiano.
CESARE PAVESE
VIDA COLINAS LIBROS
UN LIBRO DE FRANCO VACCANEO
Traducción al castellano de
Rosario Gómez Valls y Julio Cano
CESARE PAVESE VITA COLLINE LIBRI SE PUBLICÓ EN JUNIO DEL 2020, POR LA EDITORIAL PRIULI & VERLUCCA DE TORINO, ITALIA. A LOS EDITORES, AL AUTOR Y A LOS TRADUCTORES AL CASTELLANO VA DIRIGIDO EL MAYOR DE NUESTROS AGRADECIMIENTOS: EL GENEROSO COMPROMISO DE TODOS ELLOS HIZO POSIBLE LA PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO.
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Le Langhe [1]
Sin embargo, el núcleo más consistente de los sitios pavesianos sigue siendo el de aquel rincón de le Langhe, en las inmediaciones de Santo Stefano Belbo, su pueblo natal. Oreste Molina recuerda un viaje en Topolino al pueblo que se revela así a los dos amigos:
Era un pueblo sin nadie en las calles, completamente vacío. Estaban también los viñedos, aunque menos cuidados que ahora, ya que entonces existía otra forma de cultivar la vid. Andábamos por esas colinas y Pavese, de repente, decía: “Probemos de tomar a la derecha” y así lo hacíamos. No teníamos una meta bien precisa. La calma, la tranquilidad del lugar. Él encontraba una cierta serenidad en el paisaje.
El amado paisaje de la infancia, aquel mundo fantástico de viñas, ríos y cultivos perdido con la muerte del padre y la venta de la casa en la cual había nacido, retomado en la ciudad, se vuelve una fuente riquísima de materiales para su taller literario, imprenta de los arquetipos ancestrales de la historia humana. Este trasfondo de la campiña de las Langhe representó para Pavese la dimensión arcaica y primitiva que opuso a la modernidad de la ciudad en la que vivió, acompañado siempre, según Franco Ferrarotti, de
una sutil incomodidad en la relación con los ciudadanos, con su liviandad, su indiferencia a los sitios, al paisaje.
Pavese, al contrario, nunca fue indiferente al paisaje, fuera el de la ciudad, fuera el de la campaña. Si la ciudad representaba la racionalidad vinculada al mundo de la técnica y de la producción, la campaña permaneció siempre como el lugar de los verdes misterios para el niño que llegaba en verano, aún cuando ese niño, ahora adulto, traía integradas las intuiciones prerracionales de la infancia. Son los dos rostros del Piamonte: Santo Stefano Belbo y Torino, la campiña ancestral y la ciudad abierta al mundo moderno. El dio-caprone (dios-cabrío) es la divinidad pagana que encarna el espíritu de lo selvático y la potencia de los instintos feroces. A poca distancia de la ciudad donde el sol del porvenir ilumina el pujante progreso industrial, los ríos y las escarpadas colinas, impregnados del fuerte olor del macho cabrío, custodian aún la fuerza primordial del instinto en estado puro. Para Pavese era indispensable saber que, más allá del horizonte de la modernidad ciudadana, existía este otro mundo. Desde su laboratorio intelectual, maquinando y rumiando ideas y pensamientos, no solamente lo pensaba como trasfondo natural de sus poesías, cuentos y novelas, sino que, apenas podía, según su propia expresión, se hacía una “escapada”. Es decir, escapaba de la modernidad para zambullirse en la otra cara del Piamonte, en el corazón de una rusticidad para nada bucólica o idílica, fuera de todo espíritu arcaico y bajo la protección del amado Vico:
El único escritor italiano que siente la vida rústica por fuera de la Arcadia.
Gran caminador, amaba recorrer las colinas en busca del espíritu de los lugares, aún cuando la lente con la cual observaba estaba deformada por las reflexiones sobre el mito como teoría omnicomprensiva para interpretar la realidad. ¿Cómo imaginar mejor escenario para recrear la mitología clásica haciendo descender del Olimpo a los dioses para ubicarlos entre viñedos y bosques, en un rincón apartado del campo de una de las regiones más industrializadas de Italia? A través de tal lente, las Langhe devienen un paisaje mítico, entre los más fascinantes posibles de la literatura contemporánea. La condición ritualista, mítica, sacra, recorre a lo largo y ancho la obra de Pavese, superponiendo a sus campiñas una rica trama de símbolos, epifanías y visiones mágicas. Así, las fogatas del campo devienen los fuegos sacrificiales de la antigua Grecia, tanto como los viñedos y los campos de maíz los sitios del mito más allá del espacio y del tiempo. Las colinas, con las mórbidas líneas sinuosas, evocan los cuerpos femeninos; las grietas de la tierra, provocadas por la sequía, se vuelven heridas sangrantes.
Quien oficia de mediador entre el mundo del literato formado en la ciudad y la realidad de las Langhe es Nuto (Pinolo Scaglione es su nombre verdadero) quien, de ser amigo de la infancia se transforma en un “Virgilio” que conduce al escritor por los senderos, las viñas, las crestas de los cerros, y le cuenta las historias de vivos y muertos de este valle encerrado por colinas donde no los años sino las estaciones cuentan y el tiempo semeja estar contenido en la circularidad de un cíclico retorno, más allá del tiempo lineal y dividido de la historia.
Canelli me gustaba por sí misma, como el valle, las colinas y los ríos que desembocaban. Me agradaba porque allí todo concluía, porque se trataba del último pueblo donde las estaciones y no los años se unen.
(La luna y las fogatas).
De los relatos orales de Nuto, Pavese se alimenta a manos llenas, reinventa y transfigura. Así la Langhe de la historia, de la guerra civil, de la miseria y del cansancio de los campesinos, se vuelve la Langhe del mito, sin historia y sin tiempo. Del encuentro entre el escritor y el carpintero nace la novela del retorno y de la campiña reencontrada, aunque por poco tiempo: aquella modesta “Divina Comedia”, originada en una “admirable visión (naturalmente de establos, sudores, campesinos, verduras y bostas, etcétera)”, como escribe el 17 de julio de 1949 al cuñado Ruata, amigo suyo. Existe una única fotografía que muestra a Pavese en Santo Stefano Belbo con Pinolo y sus familiares. Fue sacada durante la gira con Oreste Molina como chofer:
Fuimos a lo de Pinolo, el cual convocó a toda su familia y a los amigos, y estuvimos allí todos juntos. Pinolo estaba muy contento y dijo “saquémonos una foto”, Pavese, en cambio, se opuso. De hecho yo nunca lo había fotografiado.
Estas Langhe, según Pavese, también han cambiado porque el paisaje está sujeto a continuas y cada vez más profundas transformaciones. De este modo, muchos textos de la literatura pueden actuar como memoria histórica del paisaje italiano y, entre estos, podemos, sin duda, incluir los libros de Pavese. Después de todo, esta es la cultura campesina de la primera mitad del siglo pasado, destinada a desaparecer a causa de la industrialización de la agricultura, la cual Pavese intentó testimoniar antes de irse también él. Leyendo La luna y las fogatas se percibe continuamente el fin definitivo, sin réplicas, de aquel mundo que, durante siglos, se mantuvo idéntico y que, dramáticamente, coincide con el fin largamente preanunciado del escritor.
Un ilustre viajero en la Italia contemporánea, Guido Ceronetti, transitando por Santo Stefano Belbo, también ha percibido esta radical cesura con el pasado, y así lo expresa en su La paciencia del asado, publicado por Adelphi:
(…) del viejo país quedan pocas casas perdidas en la sofocación edilicia, la vida campesina desintegrada, tristes campos forzados por las vides, el Edén sin luces del vino moscato.
Y más abajo, en el mismo texto, a propósito del suicidio de Pavese:
¡Y cuántos nuevos lectores generó la muerte, aquella muerte! Y cuántas ediciones, investigaciones, viajes a la Langhe, el “pavesianismo” (Piamonte con lentes americanos, Melville, Faulkner, grupos de amigos reunidos en torno al nombre, drama sexual de la impotencia, de la frigidez viril (…) –marxismo incierto, crítico, desilusionado– última estación del paisaje urbano y agrícola a punto de desaparecer como centro de una experiencia humana y literaria).
Esta última estación Pavese la representó en su agonía, en la hora del crepúsculo, la más rica en significación en el marco de su extrema melancolía y debilidad. La Langhe de Pavese era una campiña pobre, basada sobre una economía campesina en el límite de la sobrevivencia. Valino, el personaje de La luna y las fogatas que incendia su mísera casucha asesinando a sus familiares y suicidándose después, está dibujado en el gesto de la desesperación por la vida patética en el minúsculo terreno que alquila a la señora del chalet. Era sin embargo una campiña ecológicamente intacta: están los tilos que dan sombra a los ociosos, pinos y cipreses en las villas de los señores, plátanos en el Nido y en el bar de Canelli, robinias en las orillas (Pavese las llama en dialecto gaggie), chopos o albere (otro dialectismo) en la llanura del Belbo junto a canetos y sauces. Y también geranios, cinias, lirios y dalias en el jardín de la Mora y los balcones de las casas. Una lectura ecológica de la obra de Pavese ya había sido esbozada en los tiempos insospechados de un estudioso alemán (Johannes Hosle, Cesare Pavese, Berlin, Walter De Gruyter y Co., 1961) que escribía, citando a Pasolini:
No hay ningún escritor alemán que haya criticado la sociedad de consumo con el phatos y la rabia de Pasolini. Entre él y Pavese existe la distancia de una generación, para no hablar de las diferencias de índole personal. Sin embargo, ha sido el mismo Pavese quien dio al tema de la naturaleza y, por qué no, de la ecología, un lugar central. Los textos de Fiesta de agosto podrían volverse una especie de libro de las devociones del movimiento ecológico. Leyendo sus obras nos percatamos de que Pavese, como todos los clásicos, debe ser redescubierto por cada generación: ahora nos toca a nosotros.
La campaña se rige aún por el ciclo lunar y las aguas del Belbo están limpias, propicias a la pesca y a los baños, río de la infancia que, para Pavese, era la edad fundamental, depósito inextinguible de sensaciones y temas, un “país de verdes misterios para el muchacho que viene en verano” (El dios cabrío).
A media tarde íbamos a los prados, yo y Nino –él corría delante– para ir a bañarse. El río en aquel sitio era muy ancho, desproporcionado para la región que lo circundaba con sus huertos, aunque no era muy profundo. Lo atravesábamos vadeándolo y luego, desnudándonos tras los sauces, tomábamos sol sobre una gran extensión de arena, nos zambullíamos en un pequeño lago cercano a la otra orilla y, a veces, por curiosidad, nos adentrábamos en el monte que se extendía hasta el pie de las colinas.
Existía una vida secreta y un diálogo con el río (título de un cuento de Pavese) que hoy, lamentablemente, hemos perdido; las aguas constituían una dimensión de la vida en contacto con la naturaleza, por fuera de las constricciones de la llamada civilización, que, para Freud, deviene a menudo un malestar (El malestar en la cultura es el título de su célebre ensayo). En este escenario ideal por fuera de la civilización y en una reencontrada existencia selvática se puede, por ejemplo, exhibir sin pudor el propio cuerpo desnudo:
He regresado al torrente donde vinimos este pasado invierno y, como sucede a estas horas calurosas, me ha venido la idea de meterme al agua desnudo. No me ven sino los árboles y los pájaros. El torrente se encuentra encajonado en una hondonada de la campiña. Si se tiene un cuerpo, tanto mejor exponerlo al cielo. Las raíces, que emergen de las paredes, están desnudas. Me bañé en el pozo donde, estirándome, tocaba el fondo. Es un agua templada que tiene gusto a tierra. Cada tanto regresábamos, nos tostábamos al sol todo el tiempo, acostados sobre la hierba, recorriéndome las gotas de agua como sudor. No sabía nada de carne sino de agua y de tierra. Veía sobre mi cabeza y, tras las copas de los árboles, el pozo desnudo del cielo.
(De “Nudismo” incluido en “Fiesta de agosto”).
Hasta una cierta época, antes de la industrialización, el Belbo representaba el estado de naturaleza que se contraponía a la racionalidad geométrica y humanizada de los viñedos. Para los jóvenes de entonces, el Belbo era como un rito de iniciación y de pasaje adolescente, el descubrimiento del cuerpo y de la virilidad. Luego, en un cierto momento, comienza la vida adulta con todas las neurosis accesorias y relacionadas con ella. Esta historia la relata muy bien Piercarlo Grimaldi en un ensayo titulado Nuto del Salto: es decir, del alto al bajo:
En el “Martinet”, umbrío salto del Belbo a pico bajo la Madonna Della Rovere (…), nuestros cuerpos de inmaduros adolescentes “pattanuti” se refrescan continuamente todas las santas tardes de enorme calor entre una zambullida y una pesca a mano de bagres y de “scuarciasacchi”, que en las horas más cálidas sonaban bajo las piedras huecas, logrando así, plenamente, nuestra Fiesta de agosto. Regresábamos al atardecer a nuestras casas haciendo ostentación de los peces enganchados aún vivos por las branquias, en una ramita de sauce que colgaba de los pantaloncitos aún no completamente secos, y el más audaz de todos siempre fue Lino d’ Milisia, que conocía todos los secretos del Belbo y donde transcurrió un feliz y épico paréntesis de su demasiado breve existencia terrena. Las primeras pescas las recogiamos “al co’” de las viñas, descendiendo al precipicio de la Madonna Della Rovere, al fin de la jaculatoria novena de agosto, que no terminaba nunca, para zambullirnos, en los días más cálidos, en el agua que se volvía inmóvil y poseía el color y el sabor de la “nita.”
Del Belbo, río campesino de la infancia, llegamos al Po, río ciudadano de la madurez que, también en la ciudad, exalta la exhibición solitaria y complaciente del propio cuerpo desnudo, en versión femenina:
En el agua que fluye límpida y fresca de sol,
es un placer lanzarse: a esta hora no viene nadie.
Te estremecen, las cortezas de los árboles, al tocarlas con el cuerpo,
mucho más que el agua rumorosa de una zambullida. Bajo el agua
todavía está oscuro y hace un frío que pela, pero basta saltar al sol
para volver a mirar las cosas con ojos lavados.
Es un placer tenderse desnuda sobra la hierba ya caliente
y buscar con los ojos entrecerrados las grandes colinas
que sobrepasan los álamos y me ven desnuda
y nadie de allí se da cuenta (…)
(Pensamientos de Dina)
Esta buscada soledad en una total full immersion en el río por parte de Dina excluye toda presencia masculina como especularmente los hombres excluyen a las mujeres:
No podrá aburrirse quien va al Po como se debe, bien dispuesto y en selecta compañía. Y nada de mujeres. Llevar mujeres, como siempre, supone que te harten todo el tiempo y aún te hartarán al día siguiente cuando vuelvas a pensar en eso.
(El agua del Po)
Pero regresemos a la Langhe y a la frecuentación de Nuto que, durante los retornos a la región, remite a Pavese a la tierra natal, a la sucesión de las estaciones, a las voces y sabores de la campiña. Durante sus largos paseos, en los senderos y entre las viñas, el escritor capta mucha información sobre la vida y el trabajo de los campesinos. El carpintero se vuelve entonces el indispensable mediador entre el escritor ciudadano y la realidad de la Langhe. Escribe Gilbert Bosetti en Retorno a las raíces, un magistral ensayo sobre esta amistad tan importante para la literatura:
Pinolo Scaglione ha sido el amigo de infancia que ha dado cuerpo al binomio ciudad-campaña. Además ha sido el confidente e iniciador del adolescente. En fin, ha sido el reconciliador del intelectual replegado en su crisálida egocéntrica (sin la cual no es posible la gestación de una obra de arte que exige un corte nítido con lo real para poder trascenderlo) con el material del que se había nutrido desde la infancia campesina.
De reconciliaciones también se puede hablar por lo que implica la relación de los campesinos con la tierra que Pavese, estando en la ciudad, había perdido. Pavese demostraba un profundo interés, como estudioso de etnología, hacia las creencias populares campesinas de la Langhe, con las cuales se relacionaba haciendo, con la ayuda de Nuto, pequeñas encuestas etnológicas sobre el campo. En el diario anota, el 1º de julio de 1942, que es necesario cortar las plantas en luna menguante mientras que el pino debe ser talado en luna nueva. Si Pavese ha podido interrogar directamente a los campesinos, es también Nuto quien le hace conocer las excepciones en la naturaleza: en ellas se incluyen todas las plantas, incluso el pino; de la misma forma que existe un árbol cuyas hojas giran hacia abajo (el sauce llorón), existe un pájaro con la cola peluda, un mamífero cuya cola posee plumas, etcétera. Cómo no recordar el diálogo entre Anguilla y Nuto:
A la luna –dice Nuto–, hay que creerle a la fuerza. Prueba cortar en luna llena un pino y te lo comen los gusanos. Debes lavar una tina cuando la luna es nueva. Incluso los injertos, si no se hacen en los primeros días de la luna, no prenden.
Y para Anguilla, que viajando por el mundo ha perdido la relación con la tierra, estas son todas supersticiones. Pero siempre es Nuto quien le recuerda que antes de juzgar debe volver a ser campesino:
un viejo como el Valino no sabrá nada pero a la tierra la conocía.
Le corresponde todavía a Nuto, inmerso en la región y en contacto directo con el universo campesino en el cual radican estas antiguas creencias, reconciliar al escritor con aquellas que podrían aparecerles –a quien ha perdido ese sistema de referencia– como supersticiones. Continuamente Nuto testimonia la profunda compasión que Pavese demostraba por los animales maltratados en la campaña: el perro sujeto a la cadena, los bueyes sometidos a trabajos bestiales. Pensaba incluso escribir algo sobre esta cuestión, índice de una naturaleza muy sensible a los sufrimientos de los animales. Cuenta, en este sentido, Renata Einaudi:
Era una golondrina: la encontramos en la calle Umberto, en el suelo, ya que no podía volar. Entonces nos pusimos a buscar una casa en donde el portón estuviese abierto, subimos a la planta más alta, él abrió las alas del pajarito y lo hizo volar. La expresión de felicidad que tuvo Pavese nunca más volví a verla.
Antes de la “muerte de las luciérnagas” de pasoliniana memoria, en este mundo campesino se mantenía una preciosa unidad entre el paisaje y el hombre que lo habitaba y cultivaba, entre las casas y las siembras. Era la Langhe de los cultivos múltiples, en los que al lado de la viña estaba el prado, el campo de maíz, los avellanos, la orilla y el valle donde Pavese coloca el dios cabrío, encarnación del salvaje, del primitivo que resurge y persiste incluso en la modernidad. La Langhe de hoy es una campiña rica transformada, como toda Italia, por el desarrollo económico, para bien y para mal. Los establecimientos civiles, industriales, artesanales, crecidos vertiginosamente, han dañado aquella preciosa unidad del paisaje, así como el monocultivo de los viñedos ha hecho tabla rasa, cancelando ríos, setos, árboles, prados, nogales, golpeando el corazón de un equilibrio armónico sabiamente construido durante siglos. La literatura de Pavese evoca potentemente las sensaciones visuales, olfativas, gustativas, de un mundo que se ha perdido para siempre:
Este valle es necesario llevarlo en los huesos como el vino y la polenta, lo conoces sin necesidad de hablar de él y todo aquello que llevas dentro sin saberlo se despierta ahora en el tintineo de una martinica, en el coletazo de un buey, en el gusto de una sopa, en una voz que escuchas de noche en la plaza.
Estas Langhes Pavese las recorría a pie durante sus breves pero intensos retornos:
A pie (…) se va realmente por la campaña, retomas los caminos, bordeas los ríos, observas todo. Es la misma diferencia que existe entre mirar el agua o zambullirse.
Así se explica el conocimiento profundo que Pavese tenía de la tierra, de los olores y de los sabores de la campaña:
Hay un sol sobre estas tetas, un reverberar de hervores y de olores que había olvidado. Aquí el calor más que bajar desde el cielo surge desde abajo – desde la tierra, desde el fondo entre las parras que parece haberse comido cada matiz de verde para volverse todo pámpano. Es un calor que me gusta, huele de algo: contiene muchas vendimias, henificaciones y chapodos, muchos sabores y muchos deseos que no sabía de tener todavía encima.
Yo subía a los caminos a buscar las ciruelas tras las viñas. Ya entonces me gustaba esconderme en aquellas soledades, en las tierras sin cultivar bajo las últimas filas, a dos pasos del bosque.
Ahora partimos, y él avanza por los senderos de la viña. Reconozco la tierra blanca, seca; el pasto cortado, resbaladizo de los senderos; y aquel olor rasposo de colina y de viñedos, que ya huele a cosecha bajo el sol.
Son las sensaciones de la infancia vividas en la Langhe que vuelven, una fuente primigenia de la cual el niño, devenido adulto, continúa bebiendo.
(…) los corrales, los pozos, las voces, las azadas, todo era siempre igual, todo tenía aquel olor, aquel gusto, aquel color de entonces.
En el quinto capítulo de La luna y las fogatas, Anguilla vuelve a examinar, en compañía de Nuto, la casucha de Gaminella donde ahora vive Valino. Con gran maestría estilística Pavese hace emerger nuevamente desde el fondo del tiempo los recuerdos de la infancia del pobre servidor de campaña:
(…) vi el pórtico, el tronco de la higuera, un rastrillo apoyado en la puerta –asimismo una cuerda con un nudo colgaba del umbral de la puerta. La misma mancha de verdín en torno a la parte trasera del muro. La misma planta de romero en el ángulo de la casa. Y el olor, el olor de la casa, de la orilla, de manzanas podridas, de hierba seca y de romero.
Hace notar con agudeza Giovanni Tesio que
(…) los objetos testimonian la permanencia, son instrumentos en los que míticamente se reúnen pasado y futuro. La perspectiva de Anguilla no tiene nada que ver con la dimensión proustiana del “tiempo recuperado” y se rige más bien por la duplicación y la iteración mítica.
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[1]NdT: Hemos optado por la grafía que mantiene los términos en dialecto piamontés sin traducirlos al español. Le Langhe es una zona de colinas al sur y al este del río Tanaro en la provincia de Cuneo, en la región italiana del Piamonte.