Por Fidel Maguna
En tiempos en que la ligereza ya no es concedida, el verso es desterrado de la épica, o bien se transforma, inesperada e inintencionadamente, en verso lírico.
György Lukács, Teoría de la novela
El verso destierra a la épica y de un día para el otro nos pone viejos.
No sé cuándo (habrá sido hace poco) empezamos a hablar de los jóvenes
con la misma pretendida comprensión con la que hablamos de vacas y de dólares,
de cultura y sociedad, de revoluciones perdidas y de la nueva prensa; sin embargo
los que eran jóvenes cuando yo era joven no saben decirme a dónde fue a parar
el viejito tembloroso, silencioso y sin un brazo que barría la alfombra de cenizas
que quedaba en el suelo de un local que ya no existe
después de que la juventud universitaria discutiera:
dicen que murió, o que se está muriendo, o que regresó a la barriada sin nombre
en la que una vez, no hace mucho, cuando la ligereza todavía nos era concedida,
alguno de nosotros fundó o quiso fundar una sala de cine que se llamaría o se llamó, claro,
Leonardo Favio. “Pero todo eso ya pasó y nuevas amenazas
requieren nuevas formas”, piensa ahora, mimético y vertical, uno que fue joven
y ahora estudia a los jóvenes, un antiguo pero nunca anticuado compañero
que sigue alfombrado, pero sin cenizas, en la caja cerrada del Cine Monumental, por ejemplo,
en donde se aplaude dos veces una historia que aplaudieron en Venecia
cuyas coprotagonistas aparecen dos segundos, sin hablar,
siempre sentadas y casi siempre de espaldas, una película
en la que un actor central de nuestra descentrada escena representa a un fiscal descentrado
en nuestra centrada escena: “qué vigencia, qué vigencia”, susurra él, mimetizado,
gracias a la oscura magia del cine, con la madre del adjunto Moreno Ocampo,
“qué vigencia, qué vigencia”, repite, cuando el último aplauso termina de apagarse
en la sala del Monumental y el público del film mira al silenciado público del Juicio
(que por un momento, gracias al oficio de un paneo, se parece a la hinchada que festeja
un jonrón en un partido de béisbol de una película que Telefé pasa un sábado a la tarde);
pero qué será la vigencia para este tipo que dos o tres escenas después volverá a aplaudir,
de pie pero pacificado, mirando los créditos o atendiendo a la lírica de Charly García
que habla de los hambrientos y los locos y de los que se fueron y de los que están en prisión
y que en este momento a ninguno le remite a los hambrientos o a los locos
ni a los que se fueron o están en prisión ahora, una canción que sin embargo logra tocar
¡gracias a la magia del cine! esa masa impalpable pero maleable
a la que algunos llaman “mis propias emociones”, eso que está ahí y acompaña al viejo compañero
por la vida o en su defecto por la peatonal San Martín, por la primera noche
sofocante de esta primavera 2022, por el centro de una ciudad descentrada que todavía
no asumió que el verso volvió a desterrarse de la épica y que esta canción, nos guste o no,
está cargada de abandono y de violencia, que el recuerdo
está cargado de abandono y de violencia,
que los pacificados aplausos en el cine están cargados de abandono y de violencia,
que el odio comido por la nostalgia está cargado de abandono y de violencia,
que la épica devenida en lirismo y el lirismo devenido en técnica
están cargados de abandono y de violencia,
que la represión del recorte está cargada de abandono y de violencia,
que el aclamado director que se guardó para el final el uso de un pañuelo
como golpe de efecto, el mutismo como golpe de efecto, al Petiso Videla como gag,
al simpático hijito de Strassera que lame un chupetín rojo que compró un juez también
está cargado de abandono y de violencia, nos guste o no, lo diga o no, nos haga
pensar o no en esa otra masa impalpable pero maleable que damos en llamar “pasado”
y que acompaña al antiguo compañero, como un bello sueño, ahora por la avenida Pellegrini
en la caminata nocturna que lo conduce al bar en donde otros dos envejecidos compañeros de 30 años
intentan hace tres cervezas narrar pero no entender a la hija joven y enferma del pueblo
a la que una sombra todavía sin nombre le ordenó que le comiera la oreja
a un enajenado que creía que disparando podía convertirse en San Martín,
en esa otra masa impalpable pero maleada que vendría a ser San Martín ahora, muy distinta
claro está, al San Martín que evocan los tres compañeros, uno de ellos un catedrático en Historia
que escribe en un diario que niega su historia, y que se pregunta, pobre y genuinamente,
“qué tendrá que ver el Santo con estos locos”, una pregunta
no escuchada por los otros y ni siquiera por él mismo, una pregunta que se pierde
en el estruendo de un rap que colma el bar en donde toman los viejos compañeros,
un violento y perlado rap que habla de un culo o una pistola que hace rapapapán
y en el que el amigo que hace un rato decía “qué vigencia” cree que puede encontrar
el objeto de estudio que buscan sus propias emociones para que su boca pueda decir que sigue
siendo contemporáneo, actual, vigente en esta historia del presente que el Gran Cine Argentino
le enseñó a reprimir y a recortar ante la idea espantosa de que el verso termine de soplar
la épica de sí mismo que sostiene y lo sostiene y que ahora, en esta noche calurosa y poblada
de rapapanantes sombras empieza, lentamente, a soltarle la mano.