Sobre “La estirpe”, novela de Carla Maliandi
Por Lucía Sbardella
Ficcionar no es inventar,
es hacer un objeto estético con lo que te pasa.
Irene Gruss
1
“La vuelta del malón” de María Pinto ilustra la tapa de La estirpe de Carla Maliandi. Se trata de una reversión de la pintura de Ángel Della Valle hecha en 1892. En la pintura de María Pinto la secuencia es la misma, o más bien a medias. En el original se destacan cruces y lanzas sobre el fondo de un cielo tormentoso; entre la furia del galopante malón, un indio lleva a una cautiva blanca semidesnuda. Pinto reemplaza las figuras humanas por Playmobils montados a caballitos de plástico.
Después de leer la novela, fantaseo con la idea de una memoria artificial. Una memoria Playmobil. Una historia de juguete con personajes frágiles.
La novela presenta a Ana como una escritora cuyo proyecto de libro se frustra luego del accidente que le provoca amnesia. Su libro trastoca la historia de un tatarabuelo suyo, al parecer un hombre respetado de la familia y, sobre todo, condecorado director de la banda de música del ejército de Roca que, por entonces, preludiaba las masacres a las comunidades guaicurúes del Chaco. En otras palabras: el encargado de orquestar la música de guerra en las campañas roquistas.
A fin de recordar su vida antes del accidente, Ana retoma la escritura de su libro. Para ello, recurre a los documentos públicos, notas y diarios personales de la familia. Sus intentos por recuperar la memoria en los archivos la sostienen a lo largo del relato.
Las vidas que reconstruye Ana son como habitantes de un mismo continente. En su memoria conviven la historia personal, la historia de un país y la historia familiar. Si bien todas han sido olvidadas –o mal recordadas–, podríamos decir que del olvido emerge un nuevo nombre. Así es que Ana empieza a hablar un lenguaje que su familia no entiende, como si la lengua heredada se le enredase con consonantes desconocidas.
Poco a poco, el cuerpo de Ana se vuelve el territorio de tensión entre lo personal y lo político, y la escritura una cartografía que irriga lo que urge en el fondo de su historia familiar. La escritura le permite dibujar el cuerpo de ese nuevo ser –a veces, hasta fantasmagórico– que le reclama existencia. De esta manera, cada vez que Ana escribe, dibuja los ojos, los brazos y la boca del cuerpo que adquiere y habla la lengua del monte profundo.
“[…] Ella me sonríe y dice que mi marido le estuvo contando acerca del problema, de lo confuso que resulta todo y de lo poco que están avanzando los médicos. Dice que es realmente curioso lo que me pasa y que ella está dispuesta a hablar conmigo y traducir lo que sea necesario. No se me ocurre qué decir. Finalmente digo, no sé en qué lengua, no me salen las palabras.”
2
El trasfondo de La estirpe es la invención conceptual y material del “desaparecido”. Si miramos nuestro pasado reciente, el tema de los desaparecidos fue, sobre todo, una cuestión del lenguaje. ¿Cómo nombrar lo indecible? ¿Cómo reconstruir la historia sobre las narrativas discursivas del “Proceso”? En la década del 70, ni jurídicamente teníamos en claro qué significaba un desaparecido. De hecho, ante la vacancia de conceptos, todos recordamos el cinismo del presidente de facto Videla cuando definía al desaparecido como una “incógnita”, algo (alguien) que no tiene “entidad” y que “no está vivo ni muerto”.
Teniendo en cuenta la experiencia argentina, el concepto de “desaparecidos” nos lleva cien años atrás, mucho tiempo antes de la dictadura. En estos términos, es como si la población afrodescendiente no hubiera existido después del exterminio que significó la denominada “Conquista del Desierto”. Como saldo de nuestra historia, raramente se discuten los orígenes afrodescendientes en los linajes familiares, precisamente porque ponen en jaque su estirpe. Aunque claro está que si “no existen” negros en Argentina es porque no se nos nota después de tanto mestizaje. Por esto, durante mucho tiempo y hasta ahora, si las mujeres cautivas fueron un tema de tabú –tanto en la literatura como en la historia– es porque significan el punto de contacto racial. Dicho así, Ángel Della Valle retrató muy bien el origen de nuestro mestizaje.
Aún en el ocaso de su memoria, Ana sólo insiste en escribir porque sólo así consigue darse un nombre –un nombre que alberga multitudes remotas. Como nos dice Pascal Quignard en El nombre en la punta de la lengua: “La mano que escribe es más bien una mano que hurga en el lenguaje que falta, que avanza a tientas hacia el lenguaje que sobrevive”. En este punto, la escritura se inscribe como gesto de supervivencia de la lengua que perdimos. El eco de una resonancia en tiempo diferido.
Maliandi, Carla.
La estirpe. 144 pp.
Literatura Random House
Buenos Aires, 2021