Biografía de Cesare Pavese: 6ª entrega

Presentamos el quinto capítulo de esta biografía de Cesare Pavese escrita por Franco Vaccaneo y traducida al castellano por Julio Cano y Rosario Gómez Valls, con la invalorable ayuda de Antonio Pinto en la resolución de puntuales dudas respecto del texto en italiano.

CESARE PAVESE

VIDA COLINAS LIBROS

UN LIBRO DE FRANCO VACCANEO

Traducción al castellano de

Rosario Gómez Valls y Julio Cano

CESARE PAVESE VITA COLLINE LIBRI SE PUBLICÓ EN JUNIO DEL 2020, POR LA EDITORIAL PRIULI & VERLUCCA DE TORINO, ITALIA. A LOS EDITORES, AL AUTOR Y A LOS TRADUCTORES AL CASTELLANO VA DIRIGIDO EL MAYOR DE NUESTROS AGRADECIMIENTOS: EL GENEROSO COMPROMISO DE TODOS ELLOS HIZO POSIBLE LA PUBLICACIÓN DE ESTE LIBRO.

Leer acá el prólogo a la edición en castellano / Capítulo I / Capítulo II / Capítulo III / Capítulo IV (primer parte) / Capítulo IV (segunda parte)

Si Pavese retorna a sus colinas

¿Qué permanece hoy de su Langhe a la que ha regresado, después de la muerte, para siempre? Ensayemos imaginar qué pensaría si pudiese salir un momento de aquella tumba en la que lo habíamos dejado. Retiremos la piedra de langa en la que están inscriptas sus palabras “He dado poesía a los hombres” y escuchemos lo que su voz puede decirnos.

Han transcurrido 70 años desde aquel tórrido 27 de agosto, en el cual, en un viejo hotel de mi Torino, destrocé, junto a la pena, también mi vida:

No más palabras –un gesto– no escribiré más.

Aunque, perdonando a todos y a todos pidiendo perdón, recomendándoles no hacer tonterías, de mí se ha continuado hablando mucho. Pero un gesto como el mío, tan cargado de significados, no podía pasar inadvertido. Quizás era lo que quería, inconscientemente. Lo había escrito, años antes, con una pizca de sarcasmo:

No es en absoluto ridículo o absurdo que, quien piensa suicidarse, se fastidie y se espante ante la posibilidad de ser atropellado por un automóvil o de contraer una grave enfermedad. Dejando de lado la cuestión del mayor o menor dolor, permanece siempre la cuestión de que desear suicidarse es desear que la propia muerte tenga un significado, se trate de una suprema elección o de un acto inconfundible. Es por ello natural que el suicida no tolere el pensar que, por casualidad, caiga bajo un vehículo, muera de una pulmonía o le suceda cualquier otra cosa insensata como estas. Entonces, cuidado con los cruces peatonales y los golpes de aire.

Es natural, pues, que sobre mi trágico fin haya florecido una vasta y a menudo fantasiosa literatura. Si bien todavía joven, sentía agotada mi madurez de hombre y de escritor y, de ese modo, la tentación del suicidio, siempre seductora, se infiltró con voz insinuante en los espirales abiertos de las heridas que la vida me había infligido.

Cada uno tiene un destino que no traiciona, más profundo que la sangre y situado mas allá de cualquier embriaguez. Ningún dios puede alcanzarlo.

Mi destino me había colocado en una dramática encrucijada entre vida y muerte. Tiré los dados y escogí el camino hacia la nada. Era 1950, el año que divide el siglo al medio, haciendo de parteaguas entre dos Italias muy diferentes. Pero el destino, a veces, se manifiesta bajo la forma de una magnífica ironía. Desde aquella nada en la cual he quedado envuelto durante los años posteriores a mi muerte, se me ha concedido, sin embargo –privilegio raro y único– un breve retorno a la Italia de hoy. Me parece poder comprender que el papel del escritor ha cambiado mucho: consentido, adulado, entrevistado, expresa su opinión sobre todo y todos. En la Italia pretelevisiva en la cual viví no concedía entrevistas (a excepción de una radial, cuando me fue asignado el premio Strega; me había convertido en una celebridad y no podía sustraerme).

Mi casa era la oficina de la Einaudi donde trabajaba. Amaba Torino, sus colinas con las viejas hosterías, las largas calles donde vagabundear, el Po donde andar en bote y además, no muy lejos, aquellas otras colinas de le Langhe, la campaña de los verdes misterios de mi infancia, y el Belbo, donde jugaba de niño a los piratas malayos soñando con los mares del Sur. Mi vida estaba delimitada completamente por el perímetro del viejo Piemonte, entre la campaña y la ciudad, un mundo austero, reservado, casi calvinista, a años luz de distancia de aquello en que se ha convertido Italia.

Como buen piamontés, desdeñaba viajar; mis descubrimientos los hice en los libros, con los que anduve muy lejos. De hecho, escribí del sitio donde nací:

Amo a Santo Stefano con locura, pero porque vengo desde muy lejos.

Así, gracias al privilegio que se me ha concedido, entro hoy a caminar por las calles de mi infancia, la época sobre la que reposan los fundamentos de mi vida de hombre mortal. Este paisaje de la Langhe lo he cargado de muchas sugestiones literarias, transfigurándolo a través de los lentes deformantes del mito. Pero lo amaba también como era en la realidad, con las mórbidas y sensuales líneas de las colinas, los senderos tortuosos, el río, las vides que se pierden en el cielo, los campos de maíz ondeando al viento. Entreveo una preciosa unidad, consolidada por el tiempo, entre las casas, los cultivos y los hombres. A través de la transformación de este paisaje, he podido leer el cambio que se ha producido en Italia. Cuando escribía La luna y las fogatas, el mundo campesino que había conocido estaba agonizando y, de ese modo, observaba imágenes y figuras de un crepúsculo, la hora más rica en significados, con su extrema melancolía y debilidad. Pero qué tristeza contemplar hoy cómo este mundo se va a pique, destruida aquella preciosa unidad que constituía la verdadera, secreta esencia de un paisaje único e inconfundible. He intentado cerrar los ojos para no ver las excrecencias cancerosas crecidas en mis lugares y me he dejado sumergir en el viejo pueblo donde aún sobreviven los cuatro techos de mis tiempos. He vuelto a contemplar la iglesia de los Santos Giacomo y Cristóforo donde fui bautizado. En la escalinata de la antigua parroquia, hoy desconsagrada, me he sentado y en el silencio del pueblo enraizado a la colina he pensado en los jóvenes del lugar donde nací. Qué pensarán de mí, que vengo de una época muy alejada de la modernidad. ¿Encontrarán aún en mis libros alguna cosa que entre en su mundo? Si lo pudiesen encontrar, les diría: regresen a estas viejas casas que han sido abandonadas, donde se escurre la vida, traigan la vida nuevamente porque aquí, tras estas piedras, está la juventud que nace del pasado.

Me gustaban los jóvenes: algunos crecieron conmigo, ahora ancianos y expertos en el amor por la cultura y los libros. Entre muchos de ellos, mi recuerdo va hacia Italo Calvino, a quien yo parangonaba con una ardilla de la pluma, por su gran agilidad en la escritura. Cuando apareció tímidamente en la Einaudi, reconocí rápidamente en sus grandes ojos la luz vívida de una inteligencia inquieta y penetrante. Estoy contento de haber dado en el clavo con él, ahora que ya no está más, y de haber sido amigo y maestro suyo. Luego de mi muerte muchos jóvenes se me acercaron de un modo un poco excesivo, en una identificación a menudo turbia y afectada.

Tales actitudes han hecho hablar del “mito pavese” o del “pavesismo” como imitación no sólo en el modo de escribir, sino en el modo de vivir. Es un error la identificación con los modelos de la literatura. No apruebo estas actitudes pero busco, de todas formas, comprenderlas, porque la condición juvenil en ningún tiempo y lugar ha sido fácil, y hoy menos que nunca. Crecer, volverse hombre, ser los constructores de sí mismos en la búsqueda de la madurez no ha sido nunca un proceso lineal:

Los problemas que agitan a una generación se extinguen para la generación siguiente no porque hayan sido resueltos sino porque el desinterés general los disuelve.

Vuelvo a pensar en estas palabras mías: en efecto, existen aquellos que son más viejos que su edad y aquellos otros que son más jóvenes, y en tales desfasajes entre individuo y sociedad se anidan muchas inquietudes.

Mi vida no fue fácil, se sabe: viví en un tiempo constreñido entre fascismo, guerra y posguerra, en el cual no estaba permitido sustraerse de la propia responsabilidad civil.

Sin intereses por las ideologías, tuve relaciones con la política (primero con el fascismo, luego con el comunismo) espinosas, conflictuales, un nudo irresoluto en mi existencia. Me complacía vivir apartado, fumar la pipa y deambular por los sitios amados, entre gente simple, observando el mundo a mi alrededor, sin dejarme ver. Buscaba la soledad, que me otorgaba la posibilidad de reflexionar, y la escritura, que me ponía en contacto con el mundo:

Escribir reúne dos gozos, hablar en solitario y hablarle a una multitud.

En la literatura encontré un sentido completo, un medio para lograr orden en la maraña de la existencia: como los antiguos alquimistas he intentado destilar mis penas transformando el fango de la vida en el oro del arte. He edificado un castillo de escritura para después alzar el puente levadizo, permaneciendo de este modo prisionero, creyendo que la literatura puede sustituir la vida.

Es un error que a menudo los escritores llevamos a cabo, pagando la pena por ello, como me sucede a mí. Obviamente no quisiera nunca que ninguno de mis imaginarios interlocutores contemporáneos siguiese mi ejemplo, aunque sí sé que los casos de suicidios entre los jóvenes aumentan continuamente. No se necesita nunca huir de sí mismo imitando modelos ajenos, especialmente aquellos de los poetas, que a menudo se extravían para que otros, los que vendrán después, puedan recobrar el camino. Cada época nos suministra sus engañosos ídolos, de los cuales hay que defenderse. Por cierto que con mi carácter en esta Italia me hubiera sentido fuera de lugar; cada vida posee un sentido concluso, fuera del cual no es posible existir. La Italia que se desarrolló después de mí la ha representado mejor un escritor que no me ha querido mucho, Pier Paolo Pasolini. En mis últimos años me ocupé casi exclusivamente de etnología y antropología, por lo cual me ha despertado la curiosidad de comprender al corsario Pasolini teorizar la gran mutación antropológica sucedida en la Italia del consumismo a través de las homologaciones de todos los valores.

¿Pero en qué creen los jóvenes de hoy? Difícil que comprenda esto alguien como yo, que viene del pasado. Aunque pueda sonar como un anacronismo, les diría a ellos que siempre es importante dirigirse y medirse con la tradición, con aquello que cargamos a las espaldas. Como Giano Bifronte es necesario saber mirar hacia atrás y, al mismo tiempo, hacia delante.

Para mí el humanismo, el amor por los clásicos y la mitología no fueron nunca una cómoda poltrona sino un modo de reaccionar ante la angustia del presente que me tocó vivir, para superarlo miré, por ejemplo, a la América, que entonces era la modernidad por antonomasia. Cada época se presenta con sus angustias y siempre ha sido fuerte la tentación de volverse al pasado como a la mítica edad de oro. No creo que hayan existido jamás esas ciudades ideales más que en la imaginación. Existen, por otra parte, las ciudades posibles donde se puede vivir mejor. También yo las he buscado, pero siempre he elegido senderos que no iban a ninguna parte. He vivido en la mitad de un siglo sobre el cual se han depositado innumerables venenos, gran parte de los cuales he absorbido. El hombre del siglo del que me he ausentado, voluntariamente, en su segunda mitad, tal cual como lo ha representado la literatura (también la mía), ha perdido la brújula, se ha perdido, quedando sin coordenadas ni mapas. Desorientado, a tientas, vaga en búsqueda de sí mismo y de un sentido para su propia vida, en un tiempo que ha visto desfilar dos espantosas guerras mundiales, dictaduras implacables, campos de concentración al este y al oeste, persecuciones individuales y colectivas de increíble ferocidad. Me ha complacido leer los pensamientos de Elías Canetti previos a su muerte, uno de los cuales me está dedicado, en el cual he descubierto el signo simpáticamente humano (en el sentido griego del sufrimiento conjunto) de una afinidad:

Estoy contento con mi nuevo hermano Pavese. Pero esto no es frecuente. A menudo se aprende sólo de las personas que son completamente diferentes a nosotros. Los afines nos sirven para hallar la paz.

Mientras mi tiempo, en el mundo de los vivos, está por terminar, comprendo que he seguido, una vez más, la senda de la nostalgia, sentimiento siempre cargado de dolor. Nuevamente me doy cuenta de que he desobedecido a mi maestro, Augusto Monti, que en su libro recomendaba no volver a Monesiglio, la región de su infancia, la edad fundamental, no solamente para mí. El sentido de su discurso hubiese debido serme claro: cuidado con hacerse viejo (y con morir) en los lugares de la juventud. Ya lo había desobedecido una vez, con mi última novela, donde, a través de mi alter ego literario, Anguilla, iba en búsqueda de los sitios de la memoria y de la nostalgia que sólo son tales en el recuerdo, mientras en la realidad reencontrada desilusionan, señalando un pesado saco existencial. Entonces escribí, al mismo tiempo, la novela del retorno y de la imposibilidad del retorno. Escribía Monti:

(…) Un repentino aroma agreste. Un perfil de colina. Una palabra de algún vernáculo. Un nombre leído al pie de una hoja. Probablemente nada. Y quiero ir. A ver Monesiglio. Pero, cuidado, ten cuidado, si la tentación te vence y tú verdaderamente te pones en camino y haces realmente aquel viaje. Ese será para ti el ultimo viaje.

Su profecía se había cumplido: aquel de La luna y las fogatas fue, para mí, el último viaje, el definitivo en el mundo de los vivos. Con la partida de Anguilla, verificada la imposibilidad de permanecer en los lugares de la adolescencia, el cerco entre literatura y vida se cerraba para siempre. “Madame Bovary soy yo” decía Flaubert y yo, como mis personajes, aún aquellos femeninos, como Clelia, he sido un hombre perennemente mortal, en fuga, sin meta ni porvenir. Ahora que no soy más un mortal y soy un recuerdo (“El hombre mortal sólo tiene esto de inmortal: el recuerdo que lleva y el recuerdo que deja”) puedo también sonreírme de todo esto. Las pasiones de los mortales siempre, para mí, son como las cenizas de una hoguera apagada, calor de una llama lejana. Vuelvo a pensar en lo que escribí en aquellos Diálogos con Leucò, el libro que más he amado:

Creo en lo que cada hombre ha esperado y sufrido.

Si en un período particular de mi vida busqué a Dios sin encontrarlo, una sed profunda creo haber tenido: en las esperanzas y en los sufrimientos de los hombres más allá de cualquier ficción literaria. Y así, mientras se baja el telón que me ha abierto los ojos sobre los tiempos de mi posteridad, habiendo sido un creador de palabras, dejo estas palabras en mi recuerdo, porque la esperanza y la utopía de aquello que, incluso en la adversidad, ha sustanciado mi vida no mueren nunca.

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