Rubén Chababo, primer y actual director del Museo Internacional para la Democracia de Rosario, Santa Fe (Argentina), habla sin tapujos y lucha contra condicionamientos al abordar temas espinosos relacionados con la historia reciente y los derechos humanos. “Creo en la idea de una memoria ejemplar, en el sentido de que uno vuelve al pasado para formularle preguntas, a riesgo de que las respuestas que me devuelva el pasado no sean las que yo quiero escuchar”, dice.
Por Andrés Maguna
En 2019 el multimillonario “empresario social” Guillermo Whpei inauguró el Museo Internacional para la Democracia, con la presencia del por entonces candidato a presidente Alberto Fernández, en un emblemático, e histórico, inmueble de la ciudad de Rosario, en la esquina de Sarmiento y Santa Fe: el Palacio Fuentes. Desde ese momento el museo estuvo asociado al nombre de Whpei, con toda su impronta de magnate, entre lo misterioso y lo mediático, y también al de su primer y actual director: Rubén Chababo, conocido principalmente por su gestión durante 11 años al frente del Museo de la Memoria.
Para ahorrarme trabajo transcribo parte de la semblanza de Chababo que puede leerse en la contratapa de su libro La piedra y el fusil, publicado en 2017 por la editorial Casagrande:
“Rubén Chababo (1962). Profesor en Letras por la Facultad de Humanidades y Artes. Cursó sus estudios de postgrado en la Universidad Central de Las Villas (Cuba) y en el Instituto de Cooperación Iberoamericana (Madrid). Es autor de diversos ensayos y textos de divulgación dedicados a pensar los dilemas de la memoria en la escena contemporánea. Entre 2003 y 2014 dirigió el Museo de la Memoria de la ciudad de Rosario. Es docente de la Maestría de Estudios Culturales, dependiente del Centro de Estudios Interdisciplinarios, y del Seminario anual Memoria y presente de la Escuela de Música de la Universidad Nacional de Rosario. Actualmente se desempeña como secretario de Derechos Humanos de esa misma universidad”.
En este punto debo aclarar que siento simpatía por Chababo desde que lo conocí, en 1982 (ambos comenzábamos a estudiar Letras), y entonces se lo mentaba como “el Rulo”. Y aunque no fuimos, ni somos, amigos íntimos ni asiduos, siempre, en esporádicos encuentros, nos tratamos con afecto. Por eso me llamó la atención oír su nombre vinculado “institucionalmente” con fórmulas tan pomposas como “Museo Internacional para la Democracia” y “Palacio Fuentes”, y despertó mi curiosidad por conocer el museo, cosa que hice hace poco, sorprendiéndome, sintiéndome interpelado al hacerlo: por regla general no me gustan los museos, me parece que alejan más de lo que acercan, exigen un respeto abstracto sin contar cómo lo ganaron y ocultan más de lo que cuentan, sin dar posibilidades ni herramientas para interpretar silencios y ausencias, huecos y vacíos, salvo honrosas excepciones, como lo es este que nos ocupa, pues está pensado con una dialéctica futurista-tecnológica envolvente e inmersiva (el que quiera saber de qué estoy hablando sólo debe molestarse en ir a conocerlo, e incluso puede hacer la visita guiada de unos 45 minutos; la entrada es libre y gratuita). De ahí, de esa “sorpresa”, pasé enseguida a concertar la entrevista con el Rulo, al encuentro una mañana de fines octubre y al juego de preguntas y respuestas en el que pudo, el entrevistado, expresarse libremente, vertiendo una serie de ideas y opiniones que pueden ayudar al entendimiento (o concitar la controversia) de los espinosos temas tratados.
–¿Cómo llegaste a tu interés por aquello de lo que habla el museo, principalmente los derechos humanos?
–Mi interés por los derechos humanos nace en la literatura. La literatura fue una herramienta, un modelador del espíritu y la sensibilidad, algo que me abrió las puertas para entender o intentar entender eso tan enigmático que es la condición humana: ¿Por qué alguien despliega la maldad? ¿Por qué alguien puede cometer aquello que para mí es impensable? ¿Y qué condiciones hacen posible que cometa esos actos? Después, obviamente, entré en textos mucho más específicos, no ficcionales, aquellos relacionados con experiencias de la condición humana sometida al autoritarismo, un tema que siempre me llamó muchísimo la atención. Años más tarde comencé a trabajar, por una cuestión casi azarosa, en el Museo de la Memoria, cuando ese museo era un proyecto y no una realidad. Ese espacio se configuró para mí como un gran campo de experimentación. Tenía el mandato de trabajar algo que uno puede caracterizar como la experiencia límite de la condición humana, la situación concentracionaria, la tortura, la desaparición forzada de personas, fenómenos que habían caracterizado la vida social en dictadura. Y yo debía tratar de hacer con esa materia oscura, con esos temas, algo que, lejos de traducirse en un mero homenaje a las víctimas, operara o funcionara en clave de transmisión intergeneracional. La pregunta era: ¿Cómo transmitir eso que la literatura, el ensayo, la reflexión crítica, siempre han dicho que es intransmisible? Entonces me dije: uno tiene que tratar de encontrar las formas, las estrategias para tratar de contarle a aquellos que no fueron testigos, ni protagonistas, que eso realmente ocurrió, y además, que eso no puede volver a ocurrir, cuando en realidad uno sabe, en el momento en que lo está enunciando, que eso está ocurriendo y seguirá ocurriendo. Esa es la primera cuestión. Comencé a indagar fuertemente en nuevos textos, y también allí la literatura vino nuevamente en socorro, porque fue leyendo a tantos autores que fueron testigos y protagonistas del dolor extremo (por ejemplo: Robert Antelme, Primo Levi, Pilar Calveiro, Joseph Brodsky, Mauricio Rosencoff, Nadeja Maldestam, Margarette Buber Nuemann), y que cargaron en su cuerpo la experiencia de lo atroz, quienes forjaron el mandato de que era imperioso contar lo ocurrido frente a la gran amenaza del olvido y la negación que se cierne sobre estos fenómenos una vez que han tenido lugar.
–En el marco de una negación macro…
–Una negación macro, tal vez, la de quienes se niegan a aceptar la dimensión de lo ocurrido o lo justifican ideológicamente. Y entonces ahí el esfuerzo está en cómo contar y cómo trasmitir esa materia oscura, pero fundamentalmente en cómo convocar; no a los propios, a los que ya saben acerca de lo ocurrido, porque ese fue uno de los dilemas históricos del Museo de la Memoria: los sobrevivientes y militantes insistían en una forma del relato y yo siempre les decía que eso era poco empático, que esa forma de narrar carecía de la fuerza necesaria para captar la atención de las nuevas generaciones, o en todo caso sólo eran capaces de generar una empatía momentánea, fugaz. Porque hay que tratar de imaginar de qué forma logramos quebrar la indiferencia frente a temas que uno considera importantes de recordar y que no necesariamente lo son para las nuevas generaciones. Y la cuestión no era detenerse sólo en el relato crudo de lo ocurrido, sino pensar y exhibir las condiciones sociales y políticas que lo hicieron posible.
–Porque una cosa es dejar de negar y otra cosa es hacerse cargo.
–Justamente ahí está el dilema.
–¿En hacerse cargo de que estás negando?
–Sí, claro. Lo que pasa es que abrir los ojos, y ver, es un acto que tiene consecuencias, siempre, porque a partir de allí uno decide si hace algo con aquello que ve, o no. Pero esto no es dicho desde un lugar de superioridad moral: yo también puedo ser parte de los que cierran los ojos frente a tantos temas dolorosos. Cerrar los ojos es humanamente comprensible cuando no se sabe qué hacer, cómo actuar frente a aquello que se despliega de manera ominosa y desborda nuestro entorno.
–Cerrar los ojos es una defensa.
–Es una forma de defensa. Nadie puede estar atento a todos los dolores del mundo, ni a todas las injusticias sociales y políticas que ocurren. Uno hace una selección, y focaliza su interés de acuerdo a empatías y a distribución de energías. Están aquellos con voluntades e intereses que, apasionadamente, se van a los barrios marginales, y eso es algo valiosísimo. Y hay otros que no lo hacemos –a pesar de estar viviendo a pocas cuadras de esos lugares arrojados a la intemperie–, pero eso no es sinónimo de indiferencia. Lo objetable es que uno, sabiendo que eso existe, viva su vida sin importarle éticamente que eso ocurra, y aún peor, pensar que su sufrimiento es merecido.
–El museo está vertebrado en los derechos humanos. ¿Cuándo empiezan a tomar forma? ¿Es con la democracia, con la Revolución Francesa? ¿Con el surgimiento de la democracia en Grecia?
–Hay un larguísimo legado y una construcción paciente que va desde mucho antes de la declaración de los Derechos Civiles en Estados Unidos o la Revolución Francesa. Existen legislaciones milenarias en el mundo antiguo como la Carta Magna de Juan de Inglaterra y mucho antes el Cilindro de Ciro en Babilonia. Puede también uno remontarse al Talmud, que es un gran texto que habla en términos de solidaridad frente al dolor del otro, en torno a la necesaria empatía que debe generarnos el dolor del semejante. Es un deber, dice el judaísmo en esas páginas, cuidar a la viuda, al extranjero y al huérfano, que son emblema de sujetos a la intemperie, y una cantidad de mandatos éticos impresionantes; pero claro, no bajo el formato de DD.HH. tal como los entendemos ahora, porque los DD.HH. enunciados como tales son una construcción novedosa, instalados a partir del 48, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se produjo la evidencia de los campos. A partir de ese año, y todavía hasta buena parte de los años 70 u 80, la idea de los DD.HH. no había logrado impregnar las conciencias sociales ni había ingresado en las agendas públicas con esa fuerza destacada que ocupa en este presente. En el caso argentino lo sabemos: nadie hablaba de los DD.HH. antes del 76. Lograrlo fue una paciente construcción de las organizaciones de la sociedad civil que supieron que ahí había una herramienta útil, prodigiosa, para enunciar la denuncia, el reclamo y hacer visible lo que estaba ocurriendo fronteras adentro de nuestro país. Ya lo digo: se trata de una construcción lenta, paciente, que se va dando por acumulación y que para la Argentina entre los años 70 y 80, fundamentalmente, ocupó un lugar significativo. Y a nivel global se volvió un concepto emblemático, referencial. Luego podemos abrir la discusión acerca de que los DD.HH. pueden ser enunciados tanto por las víctimas como por los perpetradores, que es algo intolerable pero es así. Y ahí debemos pensar el tema del uso y el abuso que se hace de ese concepto central para la defensa de la dignidad humana. Recordemos que Bush hablaba de los DD.HH., y los usó como un arma ideológica para justificar la intervención en Afganistán y en Irak. También la Otán. En nombre de los derechos humanos se han cometido, a lo largo del siglo XX, tantas matanzas y acciones cruentas…
–Videla, agregándole una “y”: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
–Claro, por eso digo que no alcanza con la enunciación, sino que siempre, como con todo, hay que interpretar las palabras. Los perpetradores también tienen una idea del bien, tienen una idea de la justicia, con la que no acordamos, claro. Stalin buscaba el bien de la URSS, y esa idea del bien lo llevó a justificar el asesinato de millones de personas. Y Pinochet no organizó el golpe del 73 en nombre del mal, sino todo lo contrario, supuestamente por el bien de los chilenos. O para sumar ejemplos, como lo recuerda Todorov, hay que pensar en Kosovo, en la trágica experiencia de los bombardeos “humanitarios” que después se extenderían sobre más países, siempre con terribles resultados de muerte y destrucción entre los civiles ajenos a los conflictos. Por eso hay que pensar en torno a qué se dice cuando se dice “justicia”, “bien”, “derecho”, “paz” o “democracia”. Las palabras, los conceptos, no significan lo mismo; depende quién las enuncie.
–Entonces por la palabra, por la literatura, llegaste al Museo de la Memoria, y de ahí a este museo “para” la democracia. ¿Cómo fue ese pasaje?
–La verdad no lo sé del todo, pero sí, fue un pasaje: hoy, si me preguntan por el Museo de la Memoria, yo digo que cambiaría ese singular. Porque no existe una memoria, existen memorias. Existen memorias múltiples, diversas, contradictorias. El pasado siempre es un territorio en pugna. No existe una sola memoria del terrorismo de Estado y de los años de la dictadura, pero hay quienes insisten en consolidar una memoria monolítica al punto de volverla intocable, un objeto sagrado, de carácter incuestionable. Lo que es indiscutible de ese pasado es la represión, los campos, la tortura, la desaparición forzada de personas, algo demostrado y juzgado en los estrados judiciales; pero cómo se llegó a ello, cuándo comenzó eso, qué condiciones políticas y sociales habilitaron esa tragedia, los grados de responsabilidad moral que les cupo a diferentes sectores de la sociedad civil, a las dirigencias políticas, a la Iglesia, a los sindicatos, todo eso es materia de una discusión apasionante.
–¿Y no hay una memoria de la democracia?
–Hay memorias de la democracia, entonces; pero bueno, yo no participé de la nominación de este museo. Pero sí creo que separa ese consecutivo (“para”) ahí. Tiene que ver con que se lo habrá pensado en ese momento embrionario en el que no estuve, con la idea de que fuera un museo dedicado a promover las ideas democráticas, fortalecer los principios cívicos, ayudar a crear conciencia en torno al dolor humano –tanto sea del pasado como del presente–. Si alguien me pregunta si los museos son efectivos para impedir la repetición del mal, digo claramente que no. Los museos no sirven en sí mismos para detener ninguna barbarie. Este museo no detendrá el avance de la derecha o de la izquierda fanatizada, de los genocidios, ni de la imbecilidad humana que se multiplica en torno nuestro. Los museos, de democracia, de derechos humanos, de memoria, son sólo plataformas que intentan acercar mensajes, sensibilizar, crear conciencia. Desde estos espacios es posible intentar despertar un cierto interés, pero sabemos que la desarticulación de esos fenómenos brutales necesita de un trabajo mucho más complejo que el que pueden hacer las instituciones culturales actuando solas. Las instituciones culturales no son una frontera imbatible contra el mal, ni mucho menos garantía absoluta contra la repetición de ninguna barbarie. Creer lo contrario es autoengañarse, es no reconocer lo evidente. Europa tiene decenas de sitios de memoria del horror y sin embargo allí, en el corazón de ese continente, hace pocos años tuvo lugar el genocidio de Srebrenica, en la ex Yugoeslavia.
Una de las grandes amenazas sobre los temas que hacen centro en la memoria es su sacralización. Una memoria sacralizada no sirve para nada. Creo, en cambio, en la idea de una memoria ejemplar, en el sentido de que uno vuelve al pasado para formularle preguntas, a riesgo de que las respuestas que me devuelva el pasado no sean las que yo quiero escuchar, como sucede en el psicoanálisis. Pensar ejemplarmente es una de las formas que tenemos a nuestro alcance para erosionar el fantasma de la sacralización y de la banalización del pasado.
–Tu libro La piedra y el fusil tiene un capítulo entero de citas.
–La idea fue exhumar esas voces del pasado, dejar que hablen y no operar sobre ellas ningún tipo de censura, porque esas voces, esas citas, formaron parte importante de ese pasado. Y no hay que callarlas por más que escandalice escucharlas hoy. Y a raíz de callar recuerdo que fui uno de los que dio una batalla lejana, perdida, cuando la comunidad judía pidió retirar Mein Kampf de la Biblioteca Argentina. Fuimos dos docentes de la Universidad quienes nos opusimos: la comunidad nos calificó de traidores. Y nosotros decíamos: ¡Señores! Este texto tiene que estar en los anaqueles, porque hay que saber cómo surgió el mal, cómo surgió el odio que hizo posible darle razón y posibilidad al exterminio que tuvo lugar en Europa Central en la primera mitad del siglo XX.
Sabemos que el Mein Kampf es un texto ilegible. Si alguien me pregunta: “¿Tienen que estar los discursos de Videla en una biblioteca pública?”, yo digo que deben estar. Porque no alcanza con recordar el mal, hay que tratar de entenderlo. Hay que tratar de entender, como diría Hannah Arendt, cómo fue posible que ese mal haya ocurrido. Todo esta dicho en esa cita de Hannah Arendt, quien mirando las ruinas de Europa se pregunta: “¿Qué pasó? ¿Cómo fue que pasó? ¿Cómo fue posible que esto haya ocurrido?” La tercera pregunta, dice Arendt, es la que hay que pulsar. Y la respuesta a ese “cómo fue posible” anida en los discursos que impulsaron que eso haya ocurrido.
Y volviendo a la dictadura argentina, entiendo que muchos de nosotros somos hijos de un país que apostó desde finales del siglo XIX por una educación pública, por una institucionalidad atenta a la necesidad del semejante, entre tantos otros proyectos luminosos nacidos al calor del pensamiento de la generación del 80. ¿Qué fue lo que hizo posible que, sobre la base de ese legado, millones de personas saludaran con entusiasmo la dictadura? ¿Qué fue lo que hizo posible que partidos políticos, que después se dijeron defensores de los DD.HH. y de la democracia, hayan abrazado con tanto entusiasmo la posibilidad del mal, que hayan callado frente al mal? A mí me interesa pensar eso.
Siempre discuto sobre la cuestión del Holocausto. A mí me interesa ver qué relación existe entre la posibilidad de la masacre organizada en el corazón de una Europa culta, con las políticas neocoloniales en clave de esa necropolítica que había impulsado años atrás esa misma sociedad, la Europa civilizada, como lo narra Conrad en El corazón de las tinieblas. Hay una conexión ahí. Hay relación entre esos fenómenos históricos, ¿o vamos a decir que el Holocausto irrumpió de golpe, sin antecedente alguno en la Historia? La idea de superioridad racial, de desprecio hacia el otro, la posibilidad de exterminar al diferente de manera impune, la apropiación de riquezas en clave de saqueo, la expansión territorial sin límite, todo eso ya formaba parte del antiguo sueño europeo colonial. Como bien lo plantea primero Enzo Traverso y luego Achille Mbembé en sus libros, el Holocausto, con toda su singularidad, fue la consecuencia trágica de esa larga cadena criminal.
Me interesa pensar en esas genealogías, no para establecer comparaciones superficiales, porque el Holocausto no fue lo mismo que sucedió en el Congo belga bajo el mandato de Leopold II, sino para tender vínculos y hacer que el pensamiento reconozca que el mal, eso que algunos llaman “el mal radical”, tiene una perversa existencia y continuidad a lo largo de la historia humana, que no se trata de fenómenos aislados, sino enlazados, que dialogan oscuramente entre sí.
–En su película Hannah Arendt, Margarete von Trotta muestra especialmente cómo fue que surgieron las nociones del libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, que tanta polémica generó y sigue generando.
–En ese texto fundamental Arendt se arriesga, entre otros, con dos temas urticantes: el de la banalidad del mal y el del Jüdenrat, los Consejos judíos. Ella es muy clara, expone la complejidad del tema, y no es que enuncia un juicio categórico y condenatorio hacia esos hombres que colaboraron en una situación extrema con los ocupantes. Trata de contextualizar esa situación, nos invita a pensar qué hubiera hecho uno en esa situación. El tema del Jüdenrat siempre fue un tema muy complejo de abordar, y recién luego de muchos años ha podido ingresar como tópico en algunos museos. Es como cuando nosotros enunciamos aquí, salvando las grandes diferencias entre ambos casos, el tema de los llamados “traidores” en los centros clandestinos.
¿Puedo yo acusar de colaboracionista a aquel que soportó 220 voltios en sus testículos durante 45 minutos? ¿Puedo yo enjuiciar a quien prefirió salvar a su familia antes que a sus vecinos? Pero hay algo más acerca del Jüdenrat, algo que es mucho más complejo; lo que sugiere Hannah Arendt (y que muchos no quieren escuchar), es que en aquellos países (y esto es dolorosísimo de escuchar) en los que las estructuras de las comunidades judías se negaron a colaborar, logró amenguarse la violencia de la deportación. A ella no se le perdonó haberse metido con ese tema en un momento en que muchos sobrevivientes estaban vivos; y mucho menos se le perdonó, lo sabemos, que haya caracterizado a Eichmann no como un monstruo sino como un hombre común, un hombre gris, un burócrata aplicado.
En este sentido siempre recuerdo cuando leí la biografía (un texto muy bueno y ya olvidado) de María Seoane y Vicente Muleiro sobre Videla. A mí me interesó muchísimo ese estudio: los autores cuentan que Videla era el último del curso, era un hombre gris, un tipo opaco. No era un estratega como Massera, era un hombre gris, uno más del Ejército. Entonces, no es necesariamente a los genios que tenemos que tenerles miedo, sino a los hombres comunes, aquellos que, dadas determinadas condiciones, pueden llegar a cometer las peores atrocidades. Vivo haciendo el ejercicio de imaginar quiénes son los que mañana, si cambia el contexto, solícitamente se sumarían a colaborar con la delación, con el exterminio: gente amable, buenos vecinos, ciudadanos correctos, rigurosos cumplidores de la ley, no necesariamente los fuera de sistema o los considerados “incorrectos”. Ellos también podrían hacerlo, pero no sólo ellos…
–¿En qué actitudes ves a quienes imaginás como los “delatores del mañana”?
–En la mezquindad, en la falta de solidaridad… Son los que manifiestan sin disimulo una vocación autoritaria que se traduce en gestos mínimos, los que niegan la evidencia de lo injusto que nos rodea, los que desprecian la debilidad y celebran a los fuertes, los que reclaman orden a cualquier precio, los que desprecian la diferencia: esas personas pueden tranquilamente ser mañana los próximos verdugos voluntarios. Ya Adorno describió muy bien este carácter miserable en el breve ensayo titulado El mal compañero, un texto en el que advertía que el germen del nacional socialismo ya estaba anidando en Alemania mucho antes de la llegada de Hitler al poder, y en ese ensayo él lo visualiza en las conductas de los escolares que con desenfado celebraban al chivato, al matón y al pendenciero, mientras se dedicaban a humillar a los más frágiles y a los débiles de la clase. Allí, dice Adorno, en esos niños, ya estaba gestándose el fascismo, allí estaban los futuros legionarios del Reich que entraron a filas sin necesidad de ser convocados.
–Volvamos al “para”, al pasaje al “para”, que también implica futuro: ¿Cómo llegaste al “para la democracia”? ¿Qué te hizo saltar a esta plataforma?
–Me convocaron por mi experiencia en el Museo de la Memoria. Necesitaban a alguien que organizara un guión narrativo, porque la idea original era un museo histórico, con guiones narrativos más vinculados a la historia del siglo XIX argentino. Cuando presenté mi propuesta propuse otra cosa, dije: hoy en día no hay tema que esté más en discusión y en debate que la democracia, por el ascenso de los nuevos populismos de derecha en gran parte de América Latina, como es el caso de Brasil, y también de izquierda, como es el caso de Nicaragua o Venezuela, administraciones que impulsan ideas y programas que ponen en cuestión los legados de las recuperaciones democráticas que tanto nos costaron conseguir. La democracia está en discusión todo el tiempo, sus límites, sus capacidades. Y no consideraba adecuado que se hiciera un museo celebratorio de la democracia porque en realidad la democracia, nuestras democracias, ofrecen hoy déficits vergonzosos: en nuestro país el 50 por ciento de sus habitantes son pobres y hay un 17 por ciento que vive en la indigencia, en nuestras cárceles se malvive en condiciones infernales y en las barriadas pobres los niños revuelven los basurales en busca de comida, y muchos adolescentes, para quienes la escolaridad o la idea de familia es una entelequia, aspiran a ser sicarios. Tras 40 años de democracia no sólo no conjuramos esas tragedias, sino que las multiplicamos. Uno puede endilgarle al pasado, a la dictadura, que haya cavado la primera fosa de este drama, que haya iniciado el derrumbe que hoy padecemos, pero lo cierto es que llevamos cuarenta años de democracia, y no hemos hecho otra cosa que seguir profundizando esa destrucción.
Los de mi edad pertenecemos a la generación que internalizó el mantra que repetía Alfonsín en sus discursos de campaña: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Y fue con esa esperanza, labrada en la Constitución, que abandonamos la dictadura. Y entonces hay que pensar que esa Constitución democrática, que ese lema, no sólo no nos alcanzó para cumplir el ideal soñado, sino que lo vulneramos. Entonces creo que la celebración de la democracia por la democracia misma es un gesto vacuo si uno no invita a pensar cuáles son esos grandes temas pendientes, esas grandes deudas sociales que, en el caso de la Argentina, se traducen en trabajo infantil, pobreza, exclusión, precarización laboral, desempleo, un sistema policial que asesina con impunidad. ¿Qué vamos a proponer? ¿Celebrar la democracia? En todo caso es más ético plantear sus dilemas sin olvidar, claro, sus logros y conquistas, y eso está allí en el relato del Museo: no somos perseguidos por hablar libremente, no existe censura, podemos apelar ante la Justicia, elegimos a nuestros representantes sin que nada ni nadie se atreva a impedirlo. No es poco si recordamos de la oscuridad de donde venimos.
–Lo que se oye en el museo, lo que se ve, lo que se huele, lo que se percibe, es de alguna manera disarmónico entre lo experimental-experiencial, silencio-pregunta. ¿Esa disarmonía no es simplemente una armonía a la que muchos no están acostumbrados?
–Es un gran contraste. Por empezar: está en un lugar muy lujoso, un edificio cuyo origen no fue democrático –un palacio para un restaurante de la high society local–, algo que establece un fuerte contraste con la narrativa. Hay también una tensión: cuando uno ingresa por primera vez se produce un impacto entre el ornamento y las piezas en exposición. Uno tiene que hacer un esfuerzo para asimilar esa tensión. Y ese fue el desafío de los montajistas, de los diseñadores de la muestra central, que se esforzaron por conjugar esos opuestos, y creo que está más que logrado. A veces pienso que en la entrada del museo tendría que haber algo que dé cuenta de esa ostentosa “caja” contenedora, acaso una transcripción del célebre poema de Brecht, Preguntas de un obrero que lee. Porque en ese edificio hay una memoria que está olvidada, y este documento de la civilización, que es esta estructura bella, está cargada de muertos, y no otros que la vida de los obreros –seguramente explotados– que construyeron este palacio en el centro de la ciudad allá por los años 20.
–El Museo también habla de la eternidad del mal...
–El mal, como el bien, son eternos. Y en nuestro tiempo el mal está encarnado en un capitalismo brutal que continúa deglutiéndose sin piedad la vida de tantos.