Pasos interminables por las cuadras de un barrio

Sobre Las líneas del futuro tienen forma de gatillo, el libro de poemas de Norman Petrich recientemente editado por La mariposa y la iguana

Por Félix Leonel Peralta

Maldigo la poesía concebida como un lujo

cultural por los neutrales

que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.

Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Gabriel Celaya, “La poesía es un arma cargada de futuro”

En tiempos de incertidumbre abundan las palabras que pretenden dar luz con oscuridad. El oficio de los poetas también padece este síntoma. Abundan espacios, centros de poder que, con cierta ligereza, alzan proclamas sobre cuáles son los verdaderos procederes compositivos (si es que éstos realmente existen). En consonancia con lo dicho anteriormente, se agotó saliva deliberando sobre el rol social de la poesía y, peor aún, sobre los deberes del artista comprometido. En esta clase de discusiones, con el pasar de los años, se traslucen otro tipo de intenciones que son más bien egoístas. He escuchado a personas atacar a otras con artimañas edulcoradas con superioridad moral e inquisiciones con aires de contrarrevolución. Personas que se llenan la boca con acusaciones estridentes y llamados a la reflexión que incitan a un minúsculo auditorio a “abrir los ojos” pero esconden solo envidia y ganas de que otro grupo ajeno a ellas, con ciertas preferencias no tan diferentes a las suyas, dejen de estar en los espacios de poder que estas mismas detentan. Por otra parte, existen casos de fulanos que, desde un lugar de poder, siguen manteniendo su figura de rebeldes, asemejándose al rico que enumera penurias frente a los pobres. En todos estos casos, dichas figuras enarbolan los nuevos escudos del presente, entre ellos “lo contemporáneo”, por ejemplo. Parecía que ya habíamos escapado de los sibaritas que promulgaban la adoración a una poesía con mayúsculas, abstracta y divina, pero no: como siempre, aparece alguna nomenclatura nueva que, con sus aparentes —y algunas veces ciertas— buenas intenciones, pretenden tomar las riendas de un oficio cuya tradición no puede evitar ser empañada por caprichos cuando más opinión se le quiere echar encima.

            T. S. Eliot escribe que la tradición no se hereda, se obtiene. Creo que dicho postulado excede a la escritura y llega a los terrenos políticos y sociales. Y, justamente, el reciente poemario de Norman Petrich apunta a obtener un espacio en una tradición incierta que evita caer en peligrosas respuestas. No se jacta de tener soluciones, porque muchas veces la escritura se ubica en un lugar intermedio entre los axiomas pasados y los futuros. Y es este lugar donde se coloca el autor.

Norman Petrich. Foto: Foto: Gerardo Payer

            El título de su libro —Las líneas del futuro tienen forma de gatillo—nos lleva a dos poemas abiertamente comunistas y catalogados, en el siglo pasado, como “poesía social”: La luna con gatillo de Raúl González Tuñón y La poesía es un arma cargada de futuro, de Gabriel Celaya. Pienso en ambos poemas. El primero equipara la escritura con la fuerza bélica de una nación. Reconoce que el poema no da de comer ni brinda un auxilio a la vida práctica, pero que sí es capaz de cambiar un mundo, al igual que las armas. La voz del poema de Tuñón se coloca detrás de los obreros que “saben lo que quieren”. Que los intereses personales se infiltren en los poemas sociales no es cosa nueva. Por su parte, Petrich deja que otras voces se cuelen en sus poemas: voces anónimas, otras un poco más definidas, en donde existe el registro de un otro, un reconocimiento que corre la voz poética, la recluye de su propia palabra, para luego volver con otra fuerza a la presentada anteriormente. Y cuando esta voz vuelve, habla de sí y al mismo tiempo se reconoce en el otro:

En el otro poema mencionado, de Gabriel Celaya, quien escribe se brinda a la posibilidad de encarnar la desgracia ajena. En sus “quisiera” reconoce el sufrimiento ajeno como inaccesible (pero no por eso lejano). Por este motivo confía en la palabra poética como la herramienta que puede ablandar las manos del Dios que aprieta el cuello de la humanidad. Para llegar a ser tal herramienta, el canto tiene que ir más allá de lo personal. Cosa que no condice mucho con las tendencias actuales, donde la intimidad se confunde con la ficción. Dicha tendencia aparece en los versos de Petrich. En primer lugar, las voces que deja entrar son de vecinos que opinan, a modo de chisme, sobre el asesinato a un farmacéutico. Resalto el momento preciso donde la voz poética se ubica en la intimidad de su casa, presenta una escena familiar con un hijo que irrumpe el hilo del pensamiento que veníamos leyendo. Esa interrupción permite que la voz poética tantee los problemas de la inseguridad urbana influidos por la ternura de un abrazo. Estas son las ideas mejores logradas del libro, la humildad de una voz que no busca aleccionar a nadie, ni posarse encima de otras. Se brinda como testigo y ofrece hasta lo más secreto de su cotidianeidad, con el fin de sumar una palabra más a los problemas de siempre.

            Los medios de comunicación aparecen en el poema bajo su repetición del “No hay piedad, no hay piedad” que recuerda al Nevermore de Poe. Dichas palabras trasmutan desde el principio hasta el final del libro. Al final, dicha recurrencia parece indicarnos que lo que se utiliza para señalar a un criminal también puede ser utilizado en su favor. Petrich acude a una cierta circularidad para horadar su mensaje que, como un zoom de cámara, se acerca y se aleja. Su cambio de registro a un estilo más lírico —en breves partes del libro— acaso opaque sus aciertos. Los versos que en un principio se sienten familiares, sin llegar a forzar una falsa coloquialidad, por momentos empiezan a tomar distancia. Afortunadamente dicho fenómeno se encamina rápidamente.

            Uno de los momentos más potentes del libro lo encontramos en el conjunto de versos que equipara las manos de una persona con la forma de un arma. Las líneas que tanto deleite reciben por parte de los practicantes de la quiromancia, que representan la herramienta de los más humildes para subsistir en este mundo desde tiempos inmemoriales, es convertida en el poema de Petrich en un instrumento de muerte y violencia: “en una mano dice matar/ en la otra dice morir/ mejor dejarlas bien adentro”. Dichos versos están cargados de cierto cripticismo que me obligó a apartar la mirada del libro, ver mis manos y compararlas con una pistola. Esto para mí era un logro, porque valoro aquellas palabras que dan rienda suelta a que aparezcan otras en sus silencios, en sus espacios, como sucede, por ejemplo, en algunos textos cuyas líneas terminan siendo escritas en la mente del lector.  De pronto esa sensación de sentir que parte del poema se escribía en mi cuerpo se diluye con la posterior reiteración de la misma imagen, pero puesta al desnudo y escenificada en las manos de un vecino. Entiendo que esta segunda aparición prepara el paroxismo final con el que se quiere cerrar el libro. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar una ilusión rota que no deja de ser una manía personal, sepan disculpar.

            En lo que respecta a la construcción de los versos, no puedo no pensar en Carroña última forma de Leónidas Lamborghini. Este singular libro surgió cuando le propusieron al poeta hacer una recopilación de su obra. Lamborghini aceptó y decidió hacer un collage de sus versos y darles forma de pisadas, como si estuviéramos siguiendo huellas hechas de palabras de un hombre sin rumbo. Llegué a dicho libro por recomendación de un tipo que me dio, como consejo, el siguiente absurdo: “si vas a romper la forma, rómpela entera”. Vuelvo al poema de Petrich y celebro los cortes de versos que utiliza, porque en cierta forma rebate aquello que me dijeron hace ya más de seis años. El autor maneja versos irregulares que muchas veces parecen pasos interminables por las cuadras de un barrio desolado. Pero también sabe detenerse para realzar aquellos momentos del poema donde entra en primer plano la figura del Lagarto, joven delincuente que es detenido y reducido a patadas por la policía. También, en otros pasajes, utiliza mayúsculas —acaso como desahogo—, pero todo esto sin romper la intención central, que es la de trasmitir celeridad como sí la posibilidad que tiene uno de pensar su entorno fuera mínima. Ante un noticiero que no para de repetir la misma consigna, generando un ruido lejano pero altisonante al mismo tiempo, quien escribe el poema parece tener prisa, o estar acostumbrado a pensar rápido porque toda la información que lo rodea parece ir a altas velocidades… hasta sus vecinos irrumpen con comentarios fugaces. El poeta está aturdido, pero no como los vanguardistas de 1920 (digamos como el mexicano Manuel Maples Arce, que se mareaba con la luz eléctrica de una vidriera), sino por la violencia y por todas las voces que quieren definirla sin poder, aún, ir más allá de uno opinión que nada mitiga lo catastrófico. 

Las líneas del futuro tienen forma de gatillo es un libro que recomiendo leer. Es más que un poemario sobre la violencia de las calles; es un grito que ruge esperanza y desesperanza. Sus versos ponderan el amor filial al mismo tiempo que lamentan la poca presencia del Estado y de los partidos políticos en los barrios, en donde las bandas criminales pueden ser vistas como una salida. Ante un presente violento, Petrich se permite en su texto jugar con los valores, imágenes y personas del siglo pasado y les impregna su testimonio y el de aquellos que lo rodean. Con esto, nos demuestra que en ciertas ocasiones es más fructífero darse a escuchar que querer ser escuchado.  Sobre todo, si en ese darse a escuchar no se está solo, sino acompañado de otros que quizás no saben cómo solucionar los grandes problemas del presente, pero esperan el resurgimiento de una palabra echada al cielo que habilite un nuevo movimiento en la tierra.

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